Al hablar de una revelación mística corremos el peligro de terminar convencidos de que la información recibida proviene de una fuerza, una sabiduría superior
De pronto nos llega una sensación, una certeza, un algo que interpretamos como una información trascendente, verdadera y que tiende a cambiarnos de manera profunda, a veces definitiva. Esta revelación puede presentarse como consecuencia de dos fuentes principales: la psicológica y la mística. Lo psicológico viene de dentro y es excitado por influjos externos. Así, el trance poético o el artístico en general ocurre gracias a estas reacciones neurológicas. La experiencia mística proviene, supuestamente, de un efecto exterior, de una fuerza que identificamos con Dios o sus variantes. El tema de la revelación psicológica es un poco más saludable –pero no menos dramática– que la teológica. Esto porque no podemos adjudicarle potencias sobrenaturales o especiales a lo que sentimos, en tanto que reconocemos que son solo reacciones químicas que se dan en el sistema nervioso central. Pero al hablar de una revelación mística corremos el peligro de creer, de terminar convencidos, de que la información recibida proviene de una fuerza, una sabiduría superior, y eso está por encima de nuestras capacidades (y consecuentemente, de nuestra comprensión). De ser cierto esto último, entonces estaríamos frente a un proceso de adquisición de conocimiento que poco o nada tiene que ver con nosotros, con nuestra ciencia o con nuestra capacidad deductiva. Seríamos unos simples receptores, nada más. Y usted y yo sabemos que, históricamente, esto ha traído grandes y serios problemas a nuestra civilización, pues se utiliza este supuesto mecanismo de revelación divina para justificar una serie de maldades que van desde un homicidio hasta un genocidio y después a querer conquistar a otros países y culturas.
Entonces se trata también de un tema de conocimiento: ¿Cómo podemos conocer la realidad? Quiero pensar que el conocimiento que tenemos de ella es producto de una conjetura establecida a través de hechizos, supuestos, observaciones, deducciones, experimentos, corazonadas, sueños, accidentes y largas jornadas de reflexión. No creo que llegue nada por vía de un ser omnipresente, omnipotente y omnisciente. Demasiado fácil para ser verdad. Esto me lleva a preguntar si la revelación que identificamos como mística posee algún valor. Por supuesto que lo tiene. Porque no se diferencia de la revelación psicológica más que en la fuente. Al final, la sensación es la misma, independientemente del origen asignado. Solo hay que tener cuidado en lo que hacemos después de sentir algunas cosas que creemos son absolutamente ciertas, necesarias, incuestionables o inviolables. Y así, creo que es mejor dejar algunas cosas dentro de nosotros y no hacer nada al respecto, solo vivir estas emociones y no exagerar.
Mire, hace mucho tiempo dejé de creer en lo sagrado, en lo sublime como reflejo de algo superior, y lo ubiqué dentro de un contexto netamente emocional, una reacción interna, algo de qué maravillarse, pero sin un sentido místico o teológico. No dejo que mis sentidos me engañen, no me dejo envolver por lo que siento para después sacar conclusiones gloriosas, imposibles, innecesarias. Por otro lado, pienso que las emociones no deben entrometerse en las hechuras y maquinaciones de lo emocional, y viceversa. Entiendo que es muy difícil lograr esta escisión, pero es necesario. También me queda claro que una excitación emocional puede desatar procesos intelectuales profundos, de eso no hay duda. Lo que sostengo –vuelvo a decirlo– es que no hay que radicalizarnos.
En mi experiencia es preferible recurrir a la psicología para explicar una epifanía. Ejemplo: después de nueve años como juez de MasterChef, hace poco alcancé una revelación. Pues nunca me había cuestionado el porqué había aceptado estar en el programa. Descubrí que tal experiencia era para satisfacer una fantasía inconsciente: actuar. Y se cumplió, aunque me haya dado cuenta tantos años después. Lo que ocurre después de satisfechas las fantasías es que uno deja de desearlas y entonces llega el momento de decidir si uno quiere seguir con eso o cambiar de actividad. Eso es otra cosa. El punto es que se alcanzan estos destellos de verdad cada tanto tiempo y en momentos insospechados.
No creo ni en el destino ni en una fuerza superior que me lleva a hacer cosas. Solo en mi conciencia, en mi historia y en lo que en este momento decido hacer o dejar pasar.
Solo somos trascendentes dentro del brevísimo tiempo que existimos. Después de eso, nada.