Voy a escribir un libro de autoayuda.
En esta época ser reactivo, más que reflexivo, decir cualquier pendejada resulta cómodo y catártico, ya que siempre habrá un coro de orangutanes ignorantes febriles y violentos dispuestos a aplaudir y apoyar cualquier disparate, sandez y sinrazón que les excite. Son más los cretinos y zoquetes que quienes practican la paciencia y la reflexión, y por esa razón es mucho más factible vender un libro tan ambiguo y desinformante como Las claves del éxito o El decálogo de la felicidad. Estos libros no dicen nada realmente, pero otorgan una rara especie de esperanza a personas que claramente se encuentran hundidas en el más patente de los fracasos y la inmovilidad de la terca y seca rutina. Estas lecturas tampoco resuelven mucho –no pretenden hacerlo, de hecho–, fuera de llevar dinero a los bolsillos del autor, el editor y el librero. Mire, Schopenhauer lo dice mejor:
“Ocurre en literatura como en la vida: de cualquier lado que uno se vuelva, choca enseguida con el incorregible vulgo de la humanidad. Existe en todas partes por legiones, llenándolo todo y manchándolo todo, como las moscas en verano. De ahí la cantidad innumerable de malos libros, esa cizaña parasitaria de la literatura que quita su nutrición al trigo, y lo ahoga. No solo, pues, son inútiles, sino que son positivamente perjudiciales. Las nueve décimas partes de toda nuestra literatura actual no tienden más que a sacar algunos pesos del bolsillo del público. Autores, editores y críticos han hecho un pacto serio con tal objeto”.
Alguien me dijo una vez que mientras las personas se sintieran bien con esas lecturas no había problema. Pues no. Uno puede creer –y estar ciegamente convencido– de que “los diez pasos hacia la felicidad” puede procurarles una existencia más llevadera y convertirlos en mejores personas. Mamadas. Si usted padece depresión, melancolía, desesperanza o mero aburrimiento crónico, un libro o sermón religioso podrían momentáneamente aliviar los síntomas, pero son incapaces de resolver el problema de fondo. Y ese problema debe identificarse, ya sea como uno de carácter filosófico, psicológico o social. Pensar que un libro o el choro de un predicador que plantean generalidades y ambigüedades pueden resolver problemas serios es una ingenuidad. Estos libros y discursos son un tipo de literatura ligera, hueca e inconsecuente. No estimulan ni la imaginación ni el intelecto. Su virtud es generar una ensoñación, un mundo fantástico de posibilidades truncas y sin sentido. A veces termina en peligrosas alucinaciones y desvaríos.
Pero la gente los sigue comprando. Y lo seguirá haciendo. Es como el alcohol y las drogas: exaltan deseos, liberan pasiones, descubren mundos inconsistentes con la realidad, pero los invocamos cada que nos sea posible. Parecemos necesitar estos escapes.
Voy a escribir un libro así, conservando el carácter quimérico del género. Venderé ilusiones, exaltaciones homéricas, remembranzas románticas, vibraciones eternas y titilaciones cósmicas, ecos metafísicos, remedos seudofilosóficos, esputos dialécticos y regurgitaciones protoapocalípticas. En ese libro le voy a enseñar a construir un majestuoso palacio de naipes, con paciencia, precisión y dedicación, para luego derribarlo con un soplido con olor a cerveza. En este libro usted encontrará un método subrepticio para perder toda esperanza. Será capaz de reconocer su fracaso, su incompetencia y su incapacidad para lidiar con la realidad y con sus propias limitaciones y deficiencias, y entenderá cual fútil han sido sus intentos por querer soslayar esta tragedia y así podrá arrojarse cálidamente a la desesperanza.
Pronto, de venta en su librería favorita.
Adrián Herrera