Nací en 1969. Vengo de una generación muy distinta a otras que me siguieron. En mi infancia crecí con el programa espacial Apollo y después con el transbordador espacial, el cual me tocó vivir su primer vuelo. Mi papá era ingeniero y tenía muchos libros y revistas de ciencia y tecnología. También fui muy afortunado de poder ver la serie Cosmos, con Carl Sagan. Así crecí. Ya en secundaria (principios de los ochenta) fui leyendo una serie de obras de divulgación científica que me marcaron. Desde entonces me quedó claro que no servían de nada ecuaciones y complejos modelos del universo si a una gran mayoría no se le explicaba, con un lenguaje claro y directo, de lo que se estaba hablando, nadie iba nunca a entender la ciencia como tampoco íbamos a tener gente interesada en carreras científicas y técnicas. De ahí la importancia de este proceso pedagógico de divulgación.
Luego que salió la serie compré el libro de Cosmos. Fue un viaje tremendo. Y con lo que se sabía entonces del sistema solar, con las sondas Voyager visitando los planetas y más allá, en sondas a asteroides, cometas y planetas, los setenta fue una década de descubrimiento intenso. Luego leí El ascenso del hombre, de Jacob Bronowski. De ahí le siguió la Introducción a la ciencia, de Asimov. Leí después los recuentos de la familia Leakey sobre paleoantropología y luego los ensayos de Loren Eiseley, a David Attenborough y los programas del historiador de la ciencia James Burke. Ah, y Richard Dawkins con un libro clásico: El gen egoísta. Qué más se puede pedir. ¿Podemos considerar a El viaje del Beagle de Darwin como un tipo de libro de divulgación científica? Yo digo que sí. Ver la naturaleza a través de los ojos de un naturalista es, de hecho, una experiencia de apertura mental tremenda, pues no es tanto los descubrimientos físicos o los mecanismos evolutivos o ecológicos que revelan tal viaje, sino el simple hecho de aprender a observar, primer paso del método científico. Bueno, pues esos fueron –son– mis héroes.
La pregunta es: ¿Ha aumentado nuestra cultura e interés por la ciencia? En México se lo puedo decir: no. De hecho ha ocurrido lo contrario, especialmente en este sexenio. Nunca hemos estado especialmente interesados por nada que no sea futbol, política o farándula. Pobre país.
El punto es que el avance del conocimiento científico de hoy, comparado de cuando yo era un niño en los setenta, es apabullante. Con tan solo mencionar el nuevo telescopio espacial Webb es más que suficiente. Y no hablo de los avances tecnológicos, esos son consecuencia de descubrimientos y principios más profundos y relevantes. Hasta la década de los veinte del siglo pasado creíamos que vivíamos en una galaxia solitaria y que esas nubecitas borrosas que se veían eran nebulosas y nada más. Pronto descubrimos que se trataba de otras galaxias. La expansión conceptual del tamaño y estructura del universo a partir de ahí fue tremenda y hasta casi diría que vertiginosa. Apenas han pasado 100 años de esto. Y Darwin apuntaba en el prólogo de El origen de las especies, en 1859, que:
“Hasta hace poco tiempo, la gran mayoría de los naturalistas sostenían la creencia de que las especies eran creaciones inmutables que habían sido creadas de manera independiente”. De esto han pasado 164 años.
Yo me quedo con mis recuerdos, con mis libros y con mis ganas de aprender. Leamos este pequeño pero profundo pensamiento de Loren Eiseley:
“Quizá nada tenga sentido. No busquemos el propósito. Tal vez el viaje en sí sea suficiente. Veamos la manera en que llegamos a ser lo que somos y sintámonos un poquito orgullosos”.
Este viaje maravilloso de conocimiento y descubrimiento sigue vivo, pero siempre estará amenazado por la ignorancia y por esa tendencia nefasta que tenemos de destruir lo que hemos construido para regresar a esquemas primitivos, básicos e irracionales. Insisto en que deberíamos tener una carrera de eso: divulgación científica. Es tan importante como los descubrimientos.
Eso o se nos adelanta la ignorancia, que ya va ganando terreno.