Tengo un diccionario viejo. Es de 1873. Hay días que paso horas hojeándolo y no vea las cosas que guarda. Contiene muchas palabras que hoy nos parecen raras y hasta imposibles. Y estas, como ya han caído en desuso, se les llaman arcaísmos. Porque nuestra forma y manera de hablar cambia, porque el mundo lo vamos transformando: inventamos cosas y vamos dejando atrás otras que ya no necesitamos. Entonces debemos actualizar el lenguaje, crear palabras nuevas, modificar otras y enlazarlas para describir estos mundos nuevos que nos vamos inventando, pero también los que se van develando, ya sea de manera espontánea o por nuestra propia evolución. La realidad se va creando y modificando con el lenguaje. Todos los días lo hacemos. Somos capaces de conjurar esta fabricación invisible, traída de otras partes, otros tiempos e integrarlas efectivamente a nuestra cotidianidad.
El viejo diccionario guarda palabras que describen un mundo que ya no existe, pero que puede confabularse para ser nuevamente develado y presentarse ante nosotros, reinvindicado, renovado, listo para reintegrarse al momento.
Las palabras son pequeñas, breves e intensas concentraciones de energía capaces no solo de viajar en el tiempo, sino de crearlo. Pueden, por ellas mismas y sus potencias internas, tergiversar, torcer su realidad circundante y cambiar nuestra percepción del mismo. Esto se logra combinando las palabras en fórmulas para crear códigos en arreglos de tales y cuales formas y maneras para lograr efectos específicos.
Coloco el diccionario debajo de la almohada. Es un poco incómodo, sí, pero solo las primeras noches. Una vez que logras acomodarte, te relajas y de inmediato te envuelve un sopor, atraviesas una fase liminal y luego entras de lleno a ese mundo de claroscuros, silencios y ecos, una combinación entre la realidad onírica y el lenguaje. El viaje es breve; es una caída por un vórtice rodeado de palabras que se van reconfigurando a medida que caes. Vas envuelto en una bruma densa, pero la confusión termina rápido y de esa manera comienzas a conjeturar frases, luego complejas arquitecturas que revelan mensajes nunca antes vistos ni escuchados. Cuando despiertas te queda un resabio de una serie de revelaciones, de maquinaciones crípticas y destellos inquietantes.
El diccionario es una máquina poderosa. No es un depósito de palabras. Me pregunto a quién se le habrá ocurrido semejante imprecisión, concepto tan limitado, tan materialmente estéril, tan inconsecuente. El diccionario es un poco como esa caja con el reloj descompuesto. Le explico: en el taller del relojero hay una caja con un reloj antiguo. Está desarmado. Puede uno ver todos sus componentes, admirar la cantidad y complejidad de su hechura y solo adivinar cómo sería armado y funcionando. Tanto la caja como el reloj poseen una propiedad especial; cuando se cierra la tapa, el reloj se reensambla a sí mismo y su mecanismo se activa. Si acercas el oído se escucha –se siente– el flujo de tiempo a través de una pulsación rítmica. Pero, ¿qué tiempo registra este artefacto? No el nuestro. Quizá uno anterior a nosotros o tal vez marca un tiempo futuro. Así el diccionario; es una máquina de lenguaje que, cuando uno lo abre, se presenta callado, estático, sigiloso, latente, como una mera colección de palabras ordenadas alfabéticamente, pero aparentemente incapaz de crear algún tipo de figuración. Pero al cerrarlo comienza a funcionar este mecanismo hermético y así se generan mundos, historias, enigmas, pulsiones tremendas. El diccionario reconfigura la realidad constantemente y va poco a poco ensayando nuestro futuro.
Pero no lo notamos.
Adrián Herrera