Cultura

Ateo

Crecí en un ambiente polarizado. Mi mamá era recalcitrantemente católica y a mi papá parecía valerle madre. A esto hay que añadir que vivíamos a lado de una iglesia –a la cual debíamos ir con frecuencia– y que, encima, tenía un altavoz que daba a mi jardín y a través del cual aprendí absolutamente todas las canciones de iglesia, además de las soporíferas homilías y las citas bíblicas.

Decía que a mi papá le valía madre esto de la religión. Por lo menos eso pensé. Durante años sospeché que mi papá era, de hecho, ateo, pero no tenía pruebas ni una confesión para demostrarlo, solo conjeturas. El primer indicio es que era muy distraído; siempre estaba pensando en cosas que nada o poco tenían que ver con su realidad inmediata, y en ese sentido, creo que ni Dios ni la religión eran una prioridad para él. Llegaba del trabajo, se servía un whisky en las rocas, conversaba brevemente, cenaba, se ponía a ver la televisión y se quedaba dormido. Qué bendición. Otra anécdota que confirmó mis sospechas ocurrió en la vieja casa. Mi mamá nos obligaba a ir a misa, ya sea a la parroquia de Mater Admirabilis (la que teníamos a lado) o a San Francisco. La misa de a lado era a las siete y la de San Francisco, a las ocho. Así, cuando perdíamos la de las siete nos íbamos a la otra. Pues una tarde íbamos en camino y en un semáforo mi papá se volteó y me preguntó: –¿Realmente quieres ir a misa?–. –Por supuesto que no–, contesté enérgico. Entonces se dio la vuelta y fuimos a un restaurante a beber cerveza. Mamá nunca se enteró. Esta complicidad se dio durante un tiempo hasta que un día, en mi primer semestre de preparatoria, anuncié durante la cena de manera muy formal que ya no iba a ir a misa y que, de facto, era ateo. La tormenta que siguió la tengo narrada en mi libro Púdrete en el infierno, que se puede conseguir en Amazon.

Otra actitud que me decía que mi papá no era muy afecto a la idea de Dios, la viví una tarde mientras bebíamos whisky en la terraza de la casa. Sonó el teléfono. El chofer tomó la llamada, recibió un recado, colgó y salió apresurado y, alarmado, anunció: –¡Ingeniero! ¡Le acaban de amputar una pierna a su primo!–. Mi papá, sin inmutarse, hizo girar los hielos del vaso y exclamó con voz calma: –Ah, pues hay que hacerle una pata de palo–. Después le dio un sorbo al licor y seguimos charlando mientras contemplábamos el atardecer.

No se tomaba las cosas muy en serio y tenía un sentido del humor un tanto negro. Y estas son, necesariamente, condiciones necesarias para llevar una vida tranquila y relativamente feliz. Y no tomarse las cosas demasiado en serio implica, en mi mejor opinión, no prestarle atención a Dios.

Uno aprende del ejemplo, no de los sermones ni de los consejos que escuchamos. Los que dan consejos –especialmente cuando beben– lo hacen para escucharse a sí mismos y confirmar ante ellos mismos que lo que creen y piensan es lo correcto y lo externan frente a otros para no sentir que están hablando consigo mismos.

Pero lo que terminó de confirmar mi teoría fue justamente una confesión, una que llevaba años esperando. Cierta tarde le pregunté a mi papá qué prefería que hiciéramos con su cadáver una vez muerto: embalsamarlo o quemarlo. –Ni sé ni me importa. Yo estoy aquí de paso y lo que ocurra después de muerto es cosa de ustedes, porque yo ya no me voy a enterar–, dijo con voz despreocupada. Luego me apresuré a preguntarle si realmente creía en Dios: –Nunca pensé que fuera real–.

Esa fue la última conversación sobre el tema que tuve con él. Después de eso solo nos reuníamos a charlar sobre cualquier cosa y a beber whisky.


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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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