Cultura

Aparición

Mi papá contaba esta historia y juraba que era cierta.

En aquel tiempo estudiaba ingeniería en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica en la Ciudad de México. Esto fue en la década de los cuarenta.

Como siempre había tenido el sueño de volar, juntó dinero y se inscribió en la escuela de aviación. Tomaba clases los fines de semana, al salir de la escuela. Ahí se hizo de varios amigos; unos, como él, estudiantes universitarios; otros, aficionados y otros más, jóvenes que perseguían la aviación como profesión.

Un sábado en la tarde un compañero avisó que una aeronave se había estrellado en un costado del volcán Popocatépetl. Acordaron armar una pequeña expedición con la idea de intentar rescatar algunos de los instrumentos de navegación del panel del avión. Acordado, salieron el domingo temprano y tras varias horas de caminata llegaron al sitio. Un avión monomotor se hallaba destrozado, con piezas regadas por el bosque. Podía verse un fragmento del fuselaje con la matrícula aquí, un trozo de ala allá y más adelante divisaron la cabina. Al llegar se dieron cuenta que ya antes alguien había estado allí –además de los cuerpos de rescate– y habían desvalijado lo poco que se podía recuperar. Se asomaron a la cabina; dentro quedaban restos de sangre y vísceras esparcidas por el tablero y los asientos. Afuera alcanzaron a ver un zapato y un trozo de una chamarra desgarrada y parcialmente quemada. En el accidente murieron cuatro.

Regresaron a la ciudad y el lunes en la tarde mi papá salió a pasear a la Alameda. De pronto reconoció a un compañero de la escuela de aviación; se encontraba a unos metros, caminando en sentido contrario. Se saludaron, mi papá le preguntó algo, pero él permaneció callado. Se limitó a levantar la mano y se le quedó viendo, inexpresivo. Entonces siguió adelante. Su actitud le pareció un poco extraña, quizá hasta grosera. Siempre había sido un tipo callado y más bien introvertido, por lo que terminó aceptando su actitud.

Cuenta que esa noche soñó con él: –En el sueño yo despertaba y él estaba sentado en la silla que estaba frente a mi cama; con ambas manos apretaba un avión de juguete. Su rostro era como un ralladero hecho con lápiz, apenas y se podían distinguir sus facciones.

Al día siguiente mi papá tomaba café en el centro. Un compañero de la escuela de aviación se acercó a saludar. Después de unos minutos salió el tema:

–Cómo, ¿no supiste?

–No–, contestó.

–Nuestro compañero fulano de tal se mató el sábado en un accidente aéreo en el Popo junto con otros tres.

Entonces la sorpresa lo envolvió;

–Eso no puede ser, el domingo lo vi en la Alameda y nos saludamos y no hay manera de que me equivoque, pues lo vi a pocos metros e incluso llevaba puesta la gorra con el logotipo de la escuela–, contestó mi papá.

–Pues me lo ha dicho su hermano, con quien llevo amistad.

Entonces el compañero sacó el periódico y mostró la esquela. Quedó frío: supo de inmediato que el avionazo que habían visitado el fin de semana era justamente ese.

En la escuela de aviación se le rindió homenaje a él y a los demás tripulantes: el instructor (un ex piloto norteamericano de bombardero B-17 de la guerra), un fotógrafo y un mecánico. Estaban probando un avión nuevo y hubo una falla mecánica.

Todo esto sucedió cerca de 1948.

Y así lo contó durante muchos años y siempre de la misma manera.

–Yo lo vi, era él –decía–, lo vi a la misma distancia que te veo ahora, pero tenía algo raro, una mirada extraña. Hasta la fecha la recuerdo y me inquieto; aún logro verlo en sueños y siempre se me queda viendo sin decir nada.

Una tarde mientras charlábamos le pregunté sobre ese accidente y me lo volvió a contar tal cual. Entonces me dijo:

–Después de ese accidente supe que yo no me iba a morir volando.

–¿Por qué?–, pregunté.

–Porque ya se había cobrado la cuota–, dijo.

Mi papá siempre tuvo esta idea extraña de que una fuerza misteriosa se alimentaba de nosotros no sé si para sobrevivir o para alimentar sus siniestros y mórbidos procesos intrínsecos, pero le gustaba creer en ello.

Mi papá fue piloto privado durante toda su vida. Él mismo sobrevivió a varios accidentes aéreos y siempre salió ileso.

Como ingeniero que era, no era muy dado a creer en fantasmas ni en cosas así, más bien se reía cuando le platicaban historias del más allá. Era muy práctico y le gustaba solucionar los problemas del mundo con un trozo de papel y un lápiz. Por eso las pocas veces que habló de fantasmas lo hizo con una convicción casi científica y nadie de la familia dudamos de lo que decía.

–¿Crees en fantasmas?–, le pregunté un día.

–Por lo general, no, pero hay veces que no estoy seguro de lo que quiero o debo creer–, contestó.

Cuando murió, escarbamos entre sus cosas y apareció el recorte del periódico del accidente y una foto con todos los compañeros de esa clase de vuelo. No fue difícil adivinar quién de ellos era el muerto: una figura delgada, discreta y oscura se presentaba entre ellos, inexpresiva, mientras todos sonreían y levantaban los brazos y saludaban.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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