Cultura

Alabemos al Señor

Qué alegría cuando nos dijeron, vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies el umbral de Jerusalem (Salmo 121)

Viví un poco más de 20 años al lado de una iglesia. Resulta que la iglesia tenía tres megáfonos; uno dentro del templo, otro justo encima de la entrada y el tercero en el patio. Este último era el del problema.

Todos los días había misa, dos veces al día, y sin contar las ocasiones especiales, como bodas, bautizos y misas de cuerpo presente, entre otros. El megáfono estaba ligeramente dirigido al patio de mi recámara. De esa manera escuchaba yo todos los sermones, lecturas del Evangelio y exhortaciones varias. Pero lo que más me afectó fueron los cánticos. Primero estaba la señora de la voz rasposa y la pierna entumida. Esa señora era la encargada de cantar ciertos cantos de acuerdo a la progresión de la misa. Su voz era como el grajeo de un cuervo de montaña, profundo, tenebroso y terriblemente desafinado. Cuando terminaba el servicio la ayudaban a levantarse y la colocaban en la banqueta, donde tomaba un autobús quién sabe a dónde. La señora tenía una pierna como muerta, sin sensación y así la iba arrastrando con la ayuda de un bastón especial. El párroco le decía que pronto nuestro señora la iba a sanar. Pero eso nunca ocurrió: un día se desplomó sin vida, justamente a mitad de una misa.

Luego pusieron a otra señora, y esta, a diferencia de la pierna dormida, sí cantaba más o menos bien, pero ese no es el punto. Los cánticos de esa iglesia no eran muchos, se limitaban a unos seis u ocho. Y con ello le quiero decir que me los sé todos. Hay días en los que me sorprendo a mí mismo canturreando uno de ellos, y al momento detengo la canción y me cuestiono por qué lo hago.

Mi papá estaba particularmente harto de escuchar misa dos veces por semana y un día fue con el párroco, y le pidió que le bajara el volumen o que dirigiera el megáfono hacia el lado contrario de nuestro patio. El sacerdote fue muy amable y prometió hacer los cambios. Pero eso, claro, nunca ocurrió. Otro día me envió a mí a repetir el mensaje y el resultado fue el mismo. Entonces, una fría noche de noviembre, mi papá entró a la recámara y dijo: –Vamos al patio.

Salimos. –Trae la escalera, ponla contra la pared–, ordenó. Y así lo hice: –Toma esto y sube. Entonces me dio unas gruesas pinzas y comprendí claramente lo que debía hacer. Alcancé la barda, me estiré lo más que pude y corté el cable del dichoso megáfono. Un vientecillo frío y aromático me envolvió mientras bajaba. Retiré la escalera en silencio y nos fuimos a dormir. Por suerte mi mamá, que era muy devota –y además amiga del padre– nunca se enteró.

Las cosas cambiaron. Por alguna extraña razón comencé a echar de menos los sermones y las citas del Evangelio. No así los cánticos, que ya se me habían metido muy hondo en la cabeza. Pero luego de unos meses descubrimos que estábamos más tranquilos y nos podíamos concentrar mejor en las tareas cotidianas. El padre nunca se dio cuenta del “ajuste” que hice y así se quedaron las cosas hasta que nos mudamos.

Hoy vivo con todas esas canciones en la cabeza y no encuentro la manera de deshacerme de ellas. O visito a un psiquiatra o de plano de vuelvo loco. Y, eso: que de pronto me ponga a cantarlas, bueno pues ya se imaginará cómo están las cosas: la gente se me queda viendo raro y mi mujer ya me amenazó con echarme si sigo con esa agenda.


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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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