Leí una nota roja en la secundaria y me impactó tanto que aún la recuerdo en detalle. Creo tener todavía guardado el recorte.
Esta colonia está construida sobre un lomerío. Las calles tienen una inclinación pronunciada y cuando llueve aquel sitio se vuelve peligroso: casi siempre se reportan accidentes.
Un mecánico revisa un vehículo con el cofre abierto. La puerta del conductor está abierta. Tiene el freno de mano puesto. El carro se encuentra estacionado en la parte más alta de una calle con una pendiente muy marcada. Más abajo, la calle termina en otra avenida perpendicular. En ese punto hay un puesto de tacos. El dueño del vehículo está en su casa, hablando por teléfono. Su esposa lava trastes y escucha el radio. Está nublado, ya comienza a chispear. El hijo de aquella pareja juega en la calle con una pelota; la patea calle arriba y espera a que regrese para interceptarla y repetir la acción. El mecánico jala un pedazo de cartón -una caja desarmada- y la desliza por debajo del coche. Con una lámpara de mano revisa la parte de abajo. El chispeo se intensifica: ya casi es lluvia. El niño patea el balón y éste regresa, pero falla en capturarlo: rueda a gran velocidad calle abajo. Mamá sigue enjuagando y papá sube a la recámara a buscar algo. El mecánico afloja una pieza aquí y otra allá. El niño comienza a dar vueltas alrededor del auto y decide meterse. En el asiento del conductor imagina que es un piloto de pruebas y comienza a mover el volante al tiempo que emite ruidos como de motor acelerando. Mueve la palanca de cambios. El mecánico grita algo. De pronto, el niño libera el freno de mano: el vehículo se va. Comienza a rodar. El mecánico queda atrapado y el auto lo sarandea y vuelca. Queda a mitad de la calle, golpeado y raspado. El niño grita. La mamá deja caer un plato al suelo, el papá baja como rayo y ambos salen a la calle: se les hiela la sangre cuando ven que el vehículo ha tomado tal velocidad que ya es imposible detenerlo. Un peluquero distraído intenta cruzar la calle, es arrollado. El niño pega de alaridos y sujeta con fuerza el volante. El auto sigue su raudo, desenfrenado y ciego camino; silencioso y potente, se precipita. Está a punto de alcanzar el final, la calle transversal con el puesto de tacos, que se encuentra repleto. Allí están las personas comiendo, unos sentados en banquito y otros parados, el taquero, su ayudante y una muchacha que cobra y sirve los refrescos. El radio revienta una cumbia. Nadie se da cuenta de que un vehículo sin freno y a gran velocidad va directo hacia ellos. Es cuestión de segundos antes del impacto. Ahora llueve: gotones se precipitan y golpean el pavimento mientras en la atmósfera se escucha un trueno que cimbra ventanas y techos de lámina. Los padres de la criatura corren enloquecidos calle abajo, pero el auto ha alcanzado una velocidad sorprendente. Nadie escucha. De pronto alguien en la taquería siente algo, voltea pero ya es tarde: el carro los impacta de frente de manera brutal. El estruendo es tremendo. La gente sale de sus casas y negocios; el niño está prensado entre el volante y el parabrisas. Tiene el cuello roto y el cráneo destrozado. Al taquero se le clavó su cuchillo en el vientre y está eviscerado, pero aún respira y mira horrorizado sus propios intestinos. Casi todos los comensales murieron, algunos están irreconocibles, sus cuerpos horriblemente transmutados en masas carnosas y sanguinolentas. El ayudante del taquero está prensado entre el radiador y la plancha. La muchacha de los refrescos tiene un brazo cercenado y tiene fracturas múltiples y contusiones, pero está viva. Los papás del niño llegan al sitio y pierden el control al ver a su niño con la masa encefálica regada por el parabrisas: su madre se desmaya. Más arriba, el peluquero agoniza mientras un hilillo de sangre fluye calle abajo. El mecánico, magullado y con dos fracturas, se arrastra hacia la banqueta. Llegan los cuerpos de auxilio: el aroma a sangre, manteca, cebolla, humo y gasolina se queda impreso en sus mentes y nunca podrán sacarlo de su memoria.