Por: Rodrigo Castro Cornejo y José Ángel Álvarez
Ilustración: Patricio Betteo, cortesía de Nexos
En México, las políticas públicas que favorecen a las minorías sexuales son un tema relativamente reciente. En los años noventa, hubo una ola de profesionalización que permitió a los activistas de la comunidad LGBT insertar sus demandas en la arena legislativa. Este fenómeno fue producto de la necesidad de acción colectiva por parte de la comunidad LGBT, así como de una gran fuente de recursos nacionales e internacionales dedicados a la epidemia de VIH. En 2006 se estableció la primera legislación —en el entonces Distrito Federal— que sentó las bases para el reconocimiento de las uniones entre personas del mismo sexo. La nueva legislación creó la figura de las sociedades de convivencia, las cuales se constituyeron como “dos personas físicas de diferente o del mismo sexo, mayores de edad y con capacidad jurídica plena, establecen un hogar común, con voluntad de permanencia y de ayuda mutua”. Aunque representó un avance importante, la figura de las sociedades de convivencia no era equiparable a los matrimonios. Por un lado, el matrimonio produce efectos personales y patrimoniales; en contraste, en las sociedades de convivencia, solamente se crearon efectos patrimoniales para las parejas del mismo sexo.