“No queremos que Disneylandia entrene a nuestros militares”. Esas fueron las palabras del presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Kevin McCarthy, la semana pasada en una conferencia de prensa en la que él y otros republicanos defendieron la inserción de disposiciones “antiprogres” en un proyecto de ley de gastos militares que se diseñaron para frenar el derecho al aborto, la formación en diversidad y la atención sanitaria a transexuales. El hecho de que mencionara a Disney, que ha sufrido mucho en Florida después de que sus ejecutivos se opusieron a la ley “no digas gay” del gobernador Ron DeSantis, es revelador. A diferencia del Departamento de Defensa, el sector corporativo estadunidense ha estado en la mira de las guerras culturales del país durante años.
No solo pensemos en Disney, que tiene que lidiar con demandas de conservadores, con una junta especial de supervisión corporativa en Florida repleta de operadores políticos elegidos por los republicanos del estado, e incluso a la posibilidad de que el estado construya una prisión gigante cerca de sus parques temáticos, todo lo cual obligó a la compañía a retirar importantes inversiones en un importante mercado. Pensemos en Bud Light, que perdió su posición de liderazgo en el mercado después de que las ventas se desplomaron la primavera pasada a raíz de una polémica sobre un influencer transexual (pagado por la empresa) que publicó su apoyo a un concurso patrocinado por la marca. O la reacción negativa en internet a la que se enfrentó el fabricante de ropa para excursionismo North Face después de publicar un video de una drag queen en el mes del Orgullo. De hecho, hay docenas de ejemplos de empresas que luchan sin éxito por ganar la guerra cultural.
En cierto modo, el vínculo del activismo y el comercio es tan estadunidense como el pay de manzana. Los boicots a los productos británicos en Boston, Nueva York y Filadelfia fueron precursores de la Guerra de la Independencia. Los boicots de los consumidores también formaron parte de las luchas obreras de finales del siglo XIX (los sindicatos los consideraron un método de protesta barato, pero eficaz), así como de las luchas por los derechos civiles de las décadas de 1950 y 1960, y del movimiento feminista de las décadas de 1970 y 1980. Las campañas contra las empresas que utilizan mano de obra infantil o aplican estándares ambientales deficientes existen desde hace décadas.

Pero el “woke capitalism” (capitalismo progre) de la actualidad es diferente en varios sentidos. En primer lugar, exige que las empresas se enfrenten a múltiples cuestiones políticamente divisivas a la vez. Están las cuestiones de identidad, impulsadas en gran parte por el movimiento Black Lives Matter, que comenzó en 2013 y cobró fuerza tras el asesinato de George Floyd bajo custodia policial. Ese acontecimiento llevó a grandes compañías como Apple, Google, Hasbro, Estée Lauder, Walmart, Adidas, Reebok y muchas otras a anunciar grandes iniciativas de diversidad y a gastar cientos de millones en justicia racial.
También están las presiones de la agenda ESG (ambiental, social y de gobierno) y el capitalismo stakeholder (de las partes interesadas), que han crecido tras el llamado en 2018 del fundador de BlackRock, Larry Fink, para que las empresas hagan “una contribución positiva a la sociedad”. Este grito de guerra no iba acompañado de ninguna métrica en particular, pero ya llegó a incluir todo, desde la diversidad de género y racial en los consejos de administración hasta la sustentabilidad de la cadena de suministro, pasando por preocupaciones más específicas de la industria, como el consumo de azúcar, la venta de armas, la política de inmigración y el capitalismo de vigilancia, en especial en lo que respecta a los niños.
Es mucho para las empresas, y muy pocas lo manejan bien. Hace unos años, la aerolínea Delta intentó calmar la preocupación de los consumidores por el control de armas retirando los descuentos corporativos para la Asociación Nacional del Rifle. Acabó perdiendo una exención fiscal de 38 millones de dólares del estado de Georgia, donde tiene su sede. La marca deportiva Under Armour recibió las críticas de los progresistas por los comentarios positivos de su director ejecutivo sobre el presidente Donald Trump. Luego fue atacada por los republicanos por retirarse del American Manufacturing Council de Trump tras las tensiones raciales y la violencia en Charlottesville en 2017.
Estas presiones se amplifican en las redes sociales. Sospecho que el panorama no hará sino complicarse a medida que las organizaciones multinacionales lidien con las sensibilidades nacionales inherentes a la “reducción del riesgo” de desvinculación” global.
¿Recuerdan la negativa de Pekín a transmitir partidos de la Asociación Nacional de Basquetbol en China después de que el entrenador de los Houston Rockets expresó su apoyo a las protestas a favor de la democracia en Hong Kong? ¿O los boicots de los consumidores chinos a H&M, Nike y Adidas por negarse a comprar algodón cultivado en Xinjiang, ante la preocupación por los trabajos forzados? No me sorprendería ver a BlackRock y otras instituciones bajo presión.
¿Alguna empresa puede ganar la guerra cultural? Tal vez. Mattel parece estar en el buen camino para convertir a Barbie, una marca de 64 años de antigüedad, en algo que represente la moda feminista posmoderna. El truco ha sido contratar a la directora Greta Gerwig para producir una película que cuestiona la idea de la mujer como objeto y nos permite disfrutar a Margot Robbie, una actriz que parece Barbie. ¿Satirizar tu propio producto para vender más? Eso es mercadotecnia brillante.
Por supuesto, Barbie tiene mucho a su favor en el mundo actual. La muñeca tiene versiones con 35 tonos de piel y nueve tipos de cuerpo. Hay muñecas que llevan hiyab, Barbies con síndrome de Down, vitíligo, piernas ortopédicas y sillas de ruedas. Y, por supuesto, en la Casa de los Sueños no hay techos de cristal. Barbie puede tener una extraña propensión al rosa, pero también puede ser astronauta y médico. Por suerte para Mattel, en general, no puede hablar ni compartir ideas políticas controvertidas.
