587, hasta ayer por la noche. Esteban Pardo lleva la exacta cuenta —en una pequeña libreta verde lechuga de pasta gruesa— de cuántas veces se ha inyectado heroína por las venas de los brazos. Es una celebridad —por la susceptibilidad de su neurosis, por las características psicóticas de su violencia— entre los yonquis hípsters de la Condesa.
—Los yonquis de la Condesa damos asco —cuando Karina Cisneros se exalta, las venas del cuello se le tensan, traba la mandíbula y sus ojos brillan con una intensidad extraña, que oscila entre la indignación y la rabia.
—Lo dice en plural, pero en el fondo ella no se considera una yonqui…—lo que pasó con la voz de Esteban es un misterio. Solía ser grave y acerada, de barítono verdiano (en la prepa cantaba “Cortigiani, vil razza dannata”, el aria de odio con la que Rigoletto repudia a los cortesanos). Ahora su voz es un chillido gangoso lleno de aire. Dice que bebió café muy caliente y se le quemaron las cuerdas, pero para un drogadicto resulta una explicación demasiado fácil—… en el fondo, Karina nos está queriendo decir que yo le doy asco, que me desprecia.
Qué noble era, hace cinco años, drogarse en la Condesa. Cientos de recién graduados de universidades fresas —Ibero, Tec, Anáhuac, ITAM…—ocuparon amplios departamentos de viejos edificios ubicados en todas esas callecitas de espíritu morelense —Cuautla, Yautepec, Cuernavaca, Amatlán…— entre Juan Escutia, Mazatlán, Nuevo León y Alfonso Reyes que son atravesadas por Michoacán. Eran jóvenes energéticos y alegres. Desconfiaban de la generación anterior —los acusaban de inconscientesmercenarios-salvajescapitalistasdespiadados— y con toda su alma querían defender causas propias, que los individualizaran.
Creían en el comercio libre, en el trabajo independiente, en las empresas colaborativas, en la comida vegana y en las drogas como vehículos que les permitieran descubrir nuevos mundos sensuales y acercar sus almas hacia el misterio de lo inexplicable. Su política era: las drogas nos gustan y con ellas descubrimos brillantes caminos; creemos que bien usadas son útiles y buenas, por eso las consumimos al aire libre, en las calles de nuestro barrio, sin miedo, sin inhibiciones y sin pena.
Comenzaron a drogarse en defensa de sus ideales: abiertos y desafiantes. Esnifaban cocaína de las tizas de billares públicos —“Las narices azules” se convirtió en su efímero sobrenombre— y con un porro en la boca entraban a los cafecitos de la cuadra. Una noche —en septiembre de 2013— dos yonquis hípsters fueron arrestados y aunque salieron al día siguiente, la incursión de la policía —imágenes de patrulla, esposas y cárcel— rompió de tajo tan idílico escenario.
Las cosas comenzaron a torcerse. Se multiplicaron los hípsters, se multiplicaron los bares y se multiplicaron los dealers. Entonces, surgió la violencia. Acosos y asaltos. Secuestros, violaciones y asesinatos. Basura, prostitución y tránsito. Antros ilegales. Carteristas, estafadores y borrachos insolentes. Fiestas descontroladas de lunes a viernes con música estridente hasta las siete de la mañana.
Muchos antiguos residentes se fueron y la colonia quedó habitada por tantos yonquis hípster que los traficantes —para poder abastecerlos— instalaron un centro de distribución en Benjamín Hill 12 (desmantelado el pasado 22 de junio por la procuraduría capitalina gracias a una columna del periodista Héctor de Mauleón) que trajo extorsión —a la adyacente taquería “El Farolito” le cobraban derecho de piso y a los empleados del Oxxo de enfrente los obligaban a llevarles cartones diarios de cerveza—, terror —gorilas en la puerta y halcones armados en la azotea— y la irrefutable prueba de que el narcotráfico se había instalado en la Ciudad de México.
Pero la traición íntima fue la verdadera tragedia para los yonquis hípsters de la Condesa. Las drogas —que habían comenzado como el estandarte de un movimiento juvenil en pos de la libertad creativa— adquirieron, dentro de ellos, la connotación que tenían para la generación anterior: nefastabasurapecaminosa-pateticoescapedeinadaptadospusilánimes. Y así traicionaron el sentido de la lucha (libertad sensual) y —lo más grave— traicionaron las búsquedas de sus almas: comenzaron a drogarse encerrados en cuartitos, con las ventanas cerradas, ocultos, hostiles, herméticos y tristes, llenos de angustia y miedo, como si fueran —¿sintiéndose?— criminales.
—Damos asco físico: con heroína en las células, el cuerpo no soporta el agua; mientras estás puesto, pasan los días sin que puedas bañarte —la voz de Karina es tan grave como la de un hombre, pero la expresión es delicada: alarga las vocales y con el sonido de la “s” desciende hacia el agudo y ejecuta, a la manera de las sopranos coloratura, rápidas acrobacias vibrantes y dulces—. Y asco moral: nuestra mágica comuna, donde las drogas nos llevarían hacia el arte, la imaginación y el misticismo, terminó reducida a una pandilla de asquerosos yonquis promiscuos y gruñones.
—¿Ves? Ella cree que nosotros provocamos la violencia. Que, al comprar droga, trajimos el crimen a la Condesa —Esteban se pone de pie. Es flaco y comienza a quedarse calvo—. Esa es nuestra diferencia: Karina se tortura con la culpa y a mí eso me vale verga. —Esteban entra a su cuarto, sale con una bolsa negra y se mete al baño.
Karina y Esteban viven juntos desde hace cinco años. Son roomies. En su departamento no hay mucho: mesa de comedor blanca, refrigerador vacío, un librero con títulos de José Agustín y cajas de madera habilitadas como sillas en una sala imaginaria. Solían llevarse bien; alguna vez, incluso, contemplaron la posibilidad de tener un romance. Ahora ya casi no se hablan. Karina dice que se mudará con una amiga a la Juárez en septiembre.
Esteban sale del baño, avienta la bolsa negra hacia su cuarto y regresa a la sala. Estira el brazo izquierdo y sonríe; una sonrisa de apariencia pueril y traviesa, pero sus ojos —color miel, muy juntos— no se mueven y su inmovilidad transmite una rara sensación cruel, casi inhumana.
—¿Ves?, se pica a escondidas en su propia casa miedoso y oculto, encogido en el baño, como una cucaracha.
Esteban ignora a Karina y del suelo toma su pequeña libreta verde lechuga de pasta gruesa. Anota: ¡588!