Josef Albers es uno de esos artistas que de manera discreta y continuada ha difundido, desde hace 80 años, primero en vida y después desde ultratumba, las líneas maestras del arte prehispánico mexicano.
El primer viaje a México que hicieron Josef Albers y su mujer Anni, que antes había sido su alumna en la escuela Bauhaus, en 1935, transformó para siempre la obra de los dos, los cuadros abstractos de él y los tapices de ella y, desde entonces, de manera discreta, continuada y por supuesto involuntaria, sus piezas van transmitiendo esa estética mexicana que aprendieron, lo mismo en Teotihuacán y en Monte Albán, que en las casas de Luis Barragán. La obra de Josef y Anni Albers circula continuamente por las capitales del mundo, ha estado desde luego en México, y recientemente esas piezas de inconfundible inspiración mexicana estuvieron expuestas en Milán.
En un minibiopic de Josef Albers diríamos que nació en 1888, en Bottrop, Alemania. Inspirado por la obra de Matisse, de Cézanne y de Mondrian, estudió arte en Berlín y después entró a la Escuela de la Bauhaus, donde estuvo hasta 1933, cuando ya era profesor de esa institución y tuvo que emigrar porque los nazis empezaban a contaminarlo todo. Emigró, con Anni, a Estados Unidos y ahí dirigió hasta 1949 el programa de arte del Black Mountain College, en Carolina del Norte. En Black Mountain tuvo alumnos que pronto serían artistas muy influyentes, como John Cage, Robert Rauschenberg o Merce Cunningham. En 1935 los Albers hicieron aquel viaje iniciático a México. De 1950 a 1958 dirigió el Departamento de Diseño de la Universidad de Yale, donde tuvo como alumno a Richard Serra, ese escultor que hace unas piezas desmesuradas, apabullantes, de acero. Albers murió en 1976, en New Haven, a los 88 años. Fue el primer artista vivo que expuso en el Metropolitan Museum de Nueva York.
La obra emblemática de Albers es Homenaje al cuadrado, una pieza de la que hizo cientos de variaciones y contiene todas sus ideas sobre la forma y los colores, las que después puso por escrito en un interesante librito titulado Interacción del color (Alianza). “Cuando pinto pienso y veo ante todo color, pero color como movimiento”, escribió Albers y, si hubiera que elegir dos influencias radicales para su obra, habría que recurrir a la famosa idea de Mies van der Rohe, su colega de la Bauhaus: “menos es más”, y a una anécdota de su infancia: su padre, que era carpintero, electricista, plomero y, sobre todo, pintor de brocha gorda, le decía, y Josef por lo visto nunca lo olvidó, que “cuando se pinta una puerta hay que empezar por el centro e ir avanzando, porque de esa manera se controla el goteo y no se ensucia uno los puños”. Imposible no pensar en esta anécdota cuando se está enfrente de Homenaje al cuadrado.
Yo me topé con varios de sus homenajes al cuadrado en la Fundación Miró, en Palma de Mallorca. Nicholas Fox Weber, presidente de la fundación Albers, además de magnifico escritor, me invitó a ver como articulaba, en las salas de la fundación, una idea extravagante que había tenido: que entre Albers y Miró, dos pintores muy distintos, había una relación, una serie de coincidencias, un diálogo que él iba a proponer. El diálogo entre Albers y Miró efectivamente existe, yo estuve ahí viendo como Nicholas lo articulaba mientras yo me iba enamorando de uno de los homenajes al cuadrado que tenía colores marinos. La crítica española puso sus reparos ante la audaz asociación de Weber, pero nadie pudo objetar que aquello era, efectivamente, una interesante conversación entre dos, digámoslo así, desconocidos. Fox Weber, que además es autor de una extraordinaria biografía de Balthus, es un entusiasta de los experimentos, como lo prueba la exposición de la Fundación Miró, y también mi presencia ahí que obedecía a una afinidad literaria: en una de sus estancias anuales en París, Nicholas había leído la versión francesa de mi novela Diles que son cadáveres, donde uno de los protagonistas es el poeta Antonin Artaud, que pasó por México, como se cuenta en el libro, en 1936, el mismo año en el que Josef Albers estuvo, durante varios meses, aquí.
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Después de la exposición en Mallorca, Nicholas llevaría la obra de los Albers a Milán, sus piezas más evidentemente mexicanas, y quería que yo escribiera un texto para el catálogo, lo cual me obligó a sumergirme en la Ciudad de México, en el año 1936, el momento en el que empezó el romance de los Albers con el arte prehispánico mexicano, y también el de Artaud, que acabaría en un fructífero, y diabólico, encuentro con los tarahumara. Yo me había documentado sólidamente, unos años antes, para escribir el paso de Artaud por la ciudad y no recordaba ningún encuentro con Josef Albers. Pero era cierto que los dos habían estado en México al mismo tiempo, y no era difícil, era incluso probable, que dos famosos artistas extranjeros hubieran coincidido en algún momento, en una cena, digamos, en casa de Luis Barragán, le dije a Nicholas cuando alrededor de dos cocteles Fox Weber que acababa de ordenar al barman, pensábamos en la orientación del texto para la exposición de Milán. ¿Qué es el coctel Fox Weber?, le pregunté a Nicholas, intrigado por ese elixir de su invención que llevaba sus apellidos. Básicamente vodka, me respondió.
Anni y Josef Albers viajaron por primera vez a México en diciembre de 1935, precisamente cuando el poeta francés Antonin Artaud, que llegaría dos meses más tarde, trataba de conseguir un pasaje de barco para viajar desde Francia hasta ese remoto país que se había convertido en una de sus obsesiones. En aquel primer viaje Anni y Josef Albers visitaron Acapulco, Oaxaca, Monte Albán, Mitla, Teotihuacán y la Ciudad de México. Regresaron a su casa, en Black Mountain College, Carolina del Norte, el 21 de enero de 1936, apenas 17 días antes de que el poeta francés desembarcara en el puerto de Veracruz, el 7 de febrero de 1936.
Los Albers quedaron deslumbrados después de aquel primer viaje a México y, a partir de entonces siguieron regresando, hasta el año de 1967, en una serie de viajes que se fueron ampliando hacia Sudamérica, hacia Perú, Chile, Cuba, siempre regresando al país que vieron por primera vez en 1935.
Aquel deslumbramiento que tuvieron con el orden espacial de la arquitectura mexicana, cambió para siempre su concepción del arte y puso en movimiento ese cosmos geométrico tan característico de ellos y que fueron perfeccionando en sus viajes sucesivos.
Ese orden espacial que tanto efecto tuvo en ellos, era una de las manifestaciones del mundo precristiano, que en aquellos años empezaba a desenterrarse en México. Debajo de las iglesias, al pie de las montañas, en medio de los valles e incluso debajo de las ciudades, había pirámides, templos, centros ceremoniales completos que constituían el fundamento, el subsuelo del México moderno que en 1936 estaba en plena formación. Los gobiernos revolucionarios de entonces se pusieron a desenterrar el pasado, toda aquella arquitectura, aquellas sofisticadas civilizaciones que palpitan todavía debajo de la tierra mexicana. Cuando los Albers se conectaron con ese mundo prehispánico, ya había estado aquí el cineasta Serguéi Eisenstein, invitado por Diego Rivera, rodando las escenas de su proyecto ¡Qué Viva México! y D.H. Lawrence ya había escrito su célebre La serpiente emplumada, y después de ellos también llegaría Malcolm Lowry a escribir Bajo el volcán, y luego André Bretón, Leonora Carrington, Luis Buñuel y un montón de artistas europeos que iban buscando lo mismo: los vestigios, los fundamentos del mundo primigenio que la civilización occidental había erradicado.
Durante sus viajes a México y a diversos países de Latinoamérica, Anni y Josef Albers iban haciendo fotografías, dibujando y haciendo notas de esos deslumbramientos que empezaban a transformar sus obras. En cambio, el poeta Antonin Artaud hizo un único viaje y mientras los Albers documentaban sus descubrimientos él inició una incursión al fondo de la espiritualidad precristiana, que había tratado de hacer un año antes, con resultados más bien catastróficos, en el universo celta de Irlanda.
Artaud estuvo desde febrero de 1936 hasta finales de agosto en la Ciudad de México, ofreciendo recitales salvajes de su poesía, conviviendo con los poetas de la época y escribiendo artículos, también a partir de sus deslumbramientos, en el diario El Nacional. Después, a finales de agosto, se fue a hacer el viaje que le cambiaría la vida, un viaje a caballo, alumbrado por la luz intensa del peyote, que hoy podemos leer en su alucinante libro Viaje al país de los tarahumaras. Cuento esto porque quiero llegar a un punto especifico en el tiempo, en aquel año 1936, el año del deslumbramiento de los Albers, que coincidió con el deslumbramiento del poeta Antonin Artaud. Quiero llegar a esa reunión imposible, entre Josef Albers y el poeta, que estuvo a punto de acontecer, y que quizá pasó sin dejar registro, sin dejar pistas que nos permitan descartar el encuentro o confirmarlo.
Albers regresó a México en junio de ese mismo año y se dedicó a hacer una serie de dibujos geométricos y de aguadas que publicó en agosto en El Nacional, precisamente en el mismo diario en el que Antonin Artaud, en esos meses, publicaba sus ensayos sobre México y sus artistas. En algún momento Albers y el poeta deben haberse cruzado, en una oficina del periódico, en las escaleras, en una reunión de amigos, en un restaurante, sin saber que los dos estaban buscando lo mismo, ignorando que aquella búsqueda, y esos deslumbramientos dejarían dibujos y poemas fundamentales para entender el arte del siglo XX. Deben haberse cruzado, deben haber coincidido en ese instante, en ese punto específico que, por el momento, solo existe en estas líneas, y después cada uno siguió su camino.