La noche del 30 de marzo de 1867, el día del incendio, Porfirio Díaz recibió un parte del general Francisco Leyva, acuartelado en Tlalpan con 2 mil hombres de infantería y caballería, en que le notificaba que el general Leonardo Márquez, procedente del sitio de Querétaro, había llegado a la Ciudad de México, había organizado ahí una columna de alrededor de 4 mil hombres y había emprendido con ella su marcha hasta San Cristóbal Ecatepec. Márquez tenía instrucciones de reunir elementos de guerra en la capital para regresar tras sus pasos a socorrer al emperador Maximiliano en Querétaro, pero en México recibió una comunicación en la que la guarnición de Puebla le solicitaba auxilio. La guarnición tenía órdenes de no capitular; así lo sabía su jefe, el general Manuel Noriega. “Espero del valor de Vuestra Señoría que la plaza se sostendrá a todo trance hasta mi llegada”, le escribió el propio Márquez, quien dirigió sus pasos hacia San Cristóbal Ecatepec. Desde ese punto era posible continuar lo mismo para Querétaro que para Puebla, por lo que Díaz ordenó que le transmitieran informes de sus movimientos hora con hora, por la línea de telégrafo que acababa de tender hasta Tlalpan por la cuesta de Río Frío. El 31 de marzo supo por el telégrafo que Márquez seguía su marcha por los Llanos de Apan, lo cual indicaba que su objetivo era Puebla.
“Al principio dudé sobre qué camino debía yo tomar”, confesaría Porfirio en una carta, “si el de levantar el sitio y marchar a encontrar a Márquez, o esperar su llegada, o asaltar inmediatamente la ciudad”. Salir a batir al enemigo implicaba levantar el sitio, lo que provocaría la desmoralización de su fuerza, porque no tenía suficientes tropas para dividirlas —es decir, para rodear la plaza y confrontar, a la vez, al ejército que avanzaba desde México—. Esperar su llegada implicaba quedar atrapado entre dos fuegos, cada uno de ellos superior al suyo. Y asaltar la plaza parecía una locura, pues su fuerza era similar a la del enemigo, que tenía por supuesto la ventaja de combatir atrás de sus trincheras: la ciudad estaba resguardada, en efecto, por una línea de barricadas y baluartes erizados de artillería. Unos pensaban que había que marchar hacia Querétaro, aunque eso supusiera perder el contacto con la Línea de Oriente; otros creían incluso que lo más prudente era emprender la retirada hacia Oaxaca. Entre todas las razones que pesaron en el ánimo del general en jefe, además de las militares, debieron estar las afectivas. Porfirio acababa de recibir la respuesta que esperaba de Delfina. Era un hombre que veía hacia adelante, no hacia atrás. Así, en el curso del 31 de marzo tomó la decisión de asaltar la plaza. Empezó a sacar a los heridos hacia Tehuacán, para ponerlos a salvo en caso de fracasar la ofensiva sobre Puebla. Eso fue interpretado por amigos y enemigos como parte de sus preparativos de retirada. Entre los heridos estaban dos de sus mejores oficiales, con quienes no podría contar para el asalto: el general Manuel González y el coronel Juan Espinosa y Gorostiza.
La mañana del 1 de abril, los clarines y los tambores de las reservas formadas al pie del cerro de San Juan hicieron los honores de costumbre al general Díaz, quien luego de recorrer las líneas regresaba a su cuartel rodeado por su Estado Mayor. Fue servido el almuerzo en la casa de Manuel María de Zamacona. Con él estaban Justo Benítez y Juan José Baz, uno de los que argumentaban a favor de marchar hacia Querétaro. Don Manuel María, quien hacía los honores de la mesa, recuerda que Porfirio estaba tan contento en el almuerzo que le dijo al oído que tenía presentimiento de que celebraría el aniversario del 5 de mayo en la Ciudad de México. “El general Díaz se retiró tras esto a su recámara, que era la misma que habitó durante el sitio de 63 el general Forey”, escribió. “Los jefes de la línea fueron llegando sucesivamente, y la tarde se ocupó en un consejo secreto”. Díaz mandó llamar al general Ignacio Alatorre, cuarto maestre del Ejército de Oriente. “Fue el primer jefe a quien comuniqué mi propósito de asaltar a Puebla el 2 de abril”, revelaría más tarde. “Lo comprendió perfectamente bien”. Al anochecer empezaron a llegar los jefes en los que habían pensado para dirigir las columnas de asalto.
“El perímetro atrincherado del enemigo tenía una forma elíptica, casi parabólica, cuyo diámetro mayor se extendía de sur a norte”, recordaría en sus memorias el general Díaz. “En consecuencia, el convento del Carmen era uno de los puntos más distantes de la plaza, y esa circunstancia me sugirió la idea de hacer sobre él un ataque falso que llamara fuertemente la atención del enemigo”. Con ese fin determinó la formación de diecisiete columnas de asalto. Tres iban a ser empleadas en el ataque sobre el Carmen, un convento en ruinas al sur de Puebla; las demás, catorce, en el ataque contra el oeste de la ciudad, frente al cerro de San Juan. La idea era concentrar la atención de los imperialistas en el sur (con el ataque falso al Carmen) para luego detonar la ofensiva en el oeste (con el ataque verdadero sobre Puebla). La junta con los jefes de las columnas tuvo lugar por la noche. Inclinados sobre un mapa de la ciudad, Díaz y Alatorre le señalaron a cada uno de ellos la fuerza que debía llevar y la trinchera que debía tomar el 2 de abril. Algunos eran muy cercanos a Porfirio. El coronel Luis Mier y Terán, su amigo del alma, debía asaltar la barricada de la calle de Miradores; el coronel Manuel Santibáñez, patricio del Istmo en la Reforma, el convento de San Agustín; el coronel Vicente Acuña, oriundo de Veracruz, la fortificación de Iglesias; el teniente coronel José Guillermo Carbó, amigo de los años en el Instituto, la trinchera del Noviciado; el teniente coronel Genaro Rodríguez, jefe de un batallón de zapadores, el fuerte de Belén; el teniente coronel Francisco Vázquez, que tenía fama de temerario, la manzana de Malpica; el mayor Carlos Pacheco, su compañero desde los tiempos del ataque a Taxco, la calle de la Siempreviva. Varios de ellos estaban destinados a morir en el asalto.
Protegidas por la oscuridad, las diecisiete columnas, integradas en promedio por 130 hombres cada una, marcharon en silencio hacia los puntos por donde debían emprender el asalto. El general Díaz partió a su vez hacia la Alameda Vieja. Ahí tenía, a su izquierda, las columnas que debían comenzar el ataque contra las trincheras del oeste y, a su derecha, las columnas que debían dar el embate contra el convento del Carmen, al sur de Puebla. Por falta de municiones había tenido que recoger todos los cartuchos de la caballería, que permaneció formada fuera de la ciudad, alrededor de los fuertes de Loreto y Guadalupe. Díaz le dio instrucciones de permanecer en su lugar, incluso si oía disparos, con el pretexto de impedir que el enemigo tratara de romper el sitio para huir en dirección de Márquez, pues sabía que entre sus jefes había gente de reputación tan mala que podía causar desórdenes en el momento del asalto a Puebla. Contaba para el ataque con 2 mil 300 hombres, más los 700 a caballo que permanecieron inactivos, armados solo con sus sables. Para defender la plaza, el enemigo, a su vez, tenía asimismo unos 3 mil soldados, con más de 60 cañones.
“A las tres menos quince minutos de la mañana del 2 de abril”, escribió el general Díaz, “rompí el fuego en brecha sobre las trincheras del Carmen”. No tenía cañones de sitio, solo de montaña, más ligeros, pero con ellos comenzó a batir al enemigo por el sur. Al ser agotadas las municiones de la artillería, muy pocas, ordenó la carga de la primera columna de ataque, seguida después por la segunda, continuada al último por la tercera, cada una de las cuales avanzó un poco más, todas ellas con pérdidas, pues marchaban al descubierto por un camino que era largo. Una de esas columnas, la que atacó por la calle del Deán, estaba mandada por el general Luis Pérez Figueroa, su compañero de Oaxaca. El general ignoraba que formaba parte de una embestida que era falsa, en el sentido de que tenía por objetivo distraer al enemigo. “Ni él ni los jefes de las otras dos sabían cuál era mi propósito”, diría Porfirio. Así tenía que ser, para que todos embistieran con la convicción de que debían tomar el Carmen. Al ser rechazada la última de sus columnas, que dejó varios cadáveres en el foso del convento, llegó por fin el momento de la verdad. El general Díaz había colocado frente a la casa de Zamacona, en lo alto del cerro de San Juan, a sus espaldas, un bastidor del que colgaban hasta el suelo unas mantas empapadas en espíritu de trementina. Al pie de las mantas aguardaba un jefe, con orden de prenderlas en el momento de escuchar tres puntos agudos de corneta. Díaz veía que el enemigo tenía ya todas sus reservas concentradas en el Carmen. Era lo que quería. Entonces dio la señal a sus clarines, escalonados desde su posición en la Alameda Vieja hasta la cima del cerro de San Juan. Eran las cuatro de la madrugada.
La luz del fuego, pequeña al principio, comenzó a crecer en lo alto del cerro, hasta ser de pronto inmensa. Era la señal. Estallaron los cañones; brillaron en la oscuridad de la noche, como cintas de fuego, los fogonazos de los fusiles que dieron el asalto, entre los clamores de la batalla. Las trincheras de los defensores de la plaza —artilladas, protegidas por una sucesión de fosos— estaban al final de las calles que debían de ser tomadas por las columnas de asalto. Así, los asaltantes tenían que recorrer, antes de llegar a ellas, el canal de fuegos que lanzaban las ventanas, las aspilleras, los balcones y las azoteas de las casas que daban a las calles, y tenían que enfrentar además el fuego de la fusilería que recibían de frente, desde las trincheras. “En algunos casos ese canal de fuegos laterales era hasta de 100 metros de largo”, señaló Díaz. El combate duró en todo su vigor tal vez quince minutos. En ese lapso, las calles de la ciudad quedaron regadas con los cadáveres de los jefes, oficiales y soldados del Ejército de Oriente. Fueron más de ciento cincuenta. Tres jefes de columna perecieron en el ataque: el coronel Vicente Acuña, el teniente coronel Genaro Rodríguez y el teniente coronel Francisco Vázquez, quien penetró por una brecha abierta por la artillería, en la manzana de Malpica. El coronel Acuña, jefe del 6º Batallón de Línea, era manco, había perdido un brazo años atrás en la batalla de Tlapacoyan. Así dirigió una de las columnas más numerosas de asalto, contra la fortificación de Iglesias. Porfirio lo encontró al entrar a caballo a la Plaza de Armas, al amanecer, tirado en el piso sobre un charco de sangre, vivo aún, en una esquina del Portal de Mercaderes. El coronel le alcanzó a decir, los ojos brillantes, que lo habían matado, pero que habían ganado.
Una de las muertes más lamentables del asalto fue la de Santiago Pou, teniente del 2º Batallón de Cazadores. Era joven, honrado y valiente. “Un tipo de caballero andante de la Edad Media”, habría de recordar Porfirio. “Su honradez rayaba en quijotismo, y hasta servía de burla a sus compañeros de armas, que no podían comprender, en muchos casos, hasta dónde llega la lealtad y rectitud de un hombre honrado”. Era sobrino de don José de Teresa, banquero de abolengo establecido en Puebla. Trabajaba de cajero en su casa de comercio pero, entusiasmado por la causa de la República, partió en busca del general en las montañas del Sur luego de su fuga de Puebla. “Siendo hombre honrado, antes de dejar su destino, hizo un arqueo de la caja, y puso las llaves en la bolsa de la bata de su tío”. Díaz le dio grado de teniente, lo armó con un mosquete y un machete del Sur, y lo tuvo a su lado en las batallas de Putla, Nochixtlán, Miahuatlán, La Carbonera y Oaxaca. “Peleó como un león en el asalto del 2 de abril”, recordó después en las memorias que dedicó a sus compañeros de armas, al evocar su imagen, moribundo a consecuencia de sus heridas, echado en el Portal del Cazador. “Si hubiera sobrevivido, habría figurado notablemente, porque tenía todas las condiciones que hacen un buen soldado y un gran ciudadano”.
Algunos de los jefes que lideraron el asalto no murieron, pero quedaron mutilados —como el mayor Carlos Pacheco, quien dirigía una columna de 100 cazadores de Oaxaca, con los que tomó la trinchera de la calle de la Siempreviva—. Al dar comienzo el asalto, un casco de granada lo hirió en la pantorrilla (la izquierda), pero continuó hasta el foso de la trinchera, que atravesó con ayuda de los sacos de paja que traían sus soldados para pasar esos fosos; ahí lo hirió un proyectil en la mano (la izquierda), pero siguió de frente. En el momento de reorganizar a su tropa volvió a sufrir una herida a causa de un disparo hecho desde el atrio de la Catedral, que le perforó el fémur de la pierna (la izquierda), por lo que cayó ahí mismo, ya en la Plaza de Armas. Su asistente lo cargó en hombros para tratar de ponerlo a salvo, pero recibió una herida más que le destrozó del todo el brazo (el derecho esta vez). Sufrió cuatro heridas a lo largo del asalto, a la cabeza de una columna en la que sobrevivieron solo 29 soldados. Pacheco sería nombrado teniente coronel por su comportamiento, pero quedó inutilizado para la guerra, por lo que Díaz lo recomendó con Juárez para que lo nombrara administrador de correos en Puebla. Meses más tarde, desde ahí, le escribió a su general para remitirle su retrato, “el que le dará una idea de cómo he quedado”, le dijo. Estaba sostenido por unas muletas, le faltaba la pierna izquierda y el brazo derecho, era de hecho una persona muy diferente a la que había sido. “He recibido su retrato que me ha causado mucha impresión”, le respondió Porfirio, “porque a pesar de saber su estado no me hacía cargo de él, como ahora de bulto he palpado”. No podía sospechar que el hombre que veía en esa fotografía, completamente disminuido, habría de remontar la adversidad para ocupar los puestos más altos en el gobierno de la República.
Entre las columnas que atacaron la ciudad, aquella madrugada, había grupos muy pequeños que tenían instrucciones de utilizar las escaleras empleadas por el servicio del alumbrado para subir por los balcones y las azoteas, al pasar sus compañeros, y sembrar el desorden en las casas ocupadas por los imperialistas. Tuvieron éxito: la confusión hizo presa de sus adversarios. Algunos huyeron hacia el norte de la ciudad, en dirección a los fuertes de Loreto y Guadalupe; otros permanecieron dentro de la plaza, replegados en los parapetos del convento de San Agustín y los campanarios de la Catedral. Pero también ellos, al final, huyeron o cayeron prisioneros. El coronel Mier y Terán fue el primero de los asaltantes en llegar a la Plaza de Armas. Hizo repicar ahí las campanas de todas las iglesias. El general Díaz, al frente de las reservas que atacaban el Carmen, el último en sucumbir, entró a la ciudad montado en su caballo por la calle de Cholula. La tropa lo vio al amanecer, en la Plaza de Armas.
“¡El general! ¡Viva el general!”, gritaron los soldados del Ejército de Oriente, que dispararon sus fusiles al aire, bajo la sombra oscura y alargada de la Catedral.
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*Fragmento de Porfirio Díaz, su vida y su tiempo, que próximamente aparecerá en librerías bajo el sello de Debate.