Luis Pérez es un músico mexicano pionero en el uso de los instrumentos prehispánicos. Su primer álbum de 1981, En el ombligo de la Luna, es un referente obligado cuando se habla de etnorock. Desde entonces ha grabado más de una docena de álbumes que le han ganado el reconocimiento internacional.
Después de haber tocado con grupos como Ciruela, Árbol y Al Universo, que eran bandas de rock sicodélico, Luis cambió de rumbo y empezó a indagar en los instrumentos prehispánicos. En esta entrevista nos habla de sus inicios y de cómo en Palenque, Chiapas, tuvo una revelación que modificó su vida para siempre.
“Yo estaba buscando un lenguaje que me identificara. Así abordé la cuestión de la música sacra. Tengo una pieza que se llama “Halleluyah everywhere”, donde utilizamos una sección de órgano con unos fragmentos de Bach y también algo de (Miguel) Bernal Jiménez. Esos fueron los primeros intentos por encontrar un lenguaje que me identificara. Después de mi separación del grupo La Verdad Desnuda, decidí irme de la Ciudad de México, me fui al sureste, a Oaxaca y de ahí a Chiapas, donde conocí la cultura maya. Iba con dos amigos y recuerdo que llegamos a Palenque. Subimos a la zona arqueológica a través de un lugar al que llaman El baño de la princesa, por detrás de las pirámides, donde hay unas fosas, como albercas, ¡precioso!, y cuando llegamos a la cúspide, entramos en la zona arqueológica. Había llovido la noche anterior y todo estaba mojado, las piedras, la selva. Fue algo impresionante, un lugar virgen para mí, pues era la primera vez que estaba ahí. Empecé a tocar las piedras con mucha delicadeza…
“Lo que me sucedió en Palenque fue como una revelación mística. Estaba amaneciendo y en un momento nos separamos los tres. En ese tiempo yo tocaba la flauta transversa y siempre cargaba con ella. Subí a lo que se conoce como El palacio, donde está la torre. En la cúspide hay una piedra sagrada. Me senté en el altar. Me puse a meditar y ya en trance, escuché unos tambores a la distancia. Esto me llamó la atención, saqué mi flauta y me puse a tocar con los ojos cerrados. Yo estaba en trance absoluto y escuchaba los tambores como una procesión cada vez más cerca, también escuchaba voces y cuchicheos en una lengua desconocida…
“De pronto desperté, desaparecieron los murmullos y en su lugar empecé a oír aplausos. Ya habían abierto la zona arqueológica y los turistas estaban sentados en el pasto escuchando la música. Bajé de la pirámide y me reuní con mis amigos, quienes me felicitaron por mi “concierto”. Les pregunté si habían escuchado los tambores y me dijeron que no. Le pregunté al guía y me dijo que no había escuchado nada más que la flauta, que no había tambores ahí. La comunidad más cercana era Najá y ellos solo tenían tambores pequeños, incapaces de ser oídos a tal distancia. Esa fue la revelación que tuve y así, cuando regresé a la Ciudad de México, me dije: “Esto es lo que voy a hacer, voy a integrar instrumentos nativos de México a mi trabajo musical”, y así comencé.
“Billy Valle, un músico amigo mío, me comentó que Alfredo Díaz Ordaz —hijo del ex presidente Gustavo Díaz Ordaz— estaba formando un grupo, así que me ofreció formar parte de él. Ensayábamos en la casa de su papá y tenía todo lo necesario: un sintetizador Moog, un órgano con Leslie, todos los amplificadores, sistema de sonido. Yo estaba feliz.
Le comenté a Alfredo mi idea de integrar instrumentos prehispánicos al sonido del grupo y le pareció interesante, pero él abordaba la música desde otro punto de vista, cantaba en inglés y quería llevar su música al mercado estadunidense, era pop, un poco de country, baladas.
“Una noche Alfredo me leyó un poema titulado “Apocalipsis” y me pareció impresionante, una cosa maravillosa y le dije que me permitiera ponerle música. Me dijo que sí y comencé a trabajar en ello, solo tenía sonajas y flautas de caña. Yo sabía que en San Miguel de Allende, durante las celebraciones religiosas del pueblo, se reúnen muchos danzantes de toda la República. Fui con Billy y Javier y no encontramos hotel, por lo que tuvimos que pasar la noche en el Volkswagen de Billy. El día siguiente tuve otra revelación al ver a cientos de danzantes, que para mí eran como indígenas con sus trajes, plumas, sus tambores, algunos traían pieles de animales, aunque no traían muchos instrumentos de aliento, solo flautas de carrizo y caracoles. Ahí vi por primera vez los caparachos de tortuga, los teponaztlis, huehuetls, tambores de mano, los ayoyotes. Hice contacto con un grupo de la Ciudad de México, los hermanos Anaya, quienes me vendieron dos teponaztlis, uno grande y uno pequeño, y con eso comenzamos.
“Compuse la música para “Apocalipsis” y tuvimos oportunidad de grabarla, no hicimos pistas, pero hicimos toda la base para la obra que nunca se terminó. De pronto llegábamos a ensayar a casa de Alfredo y nos decían “Se fue a desayunar a Paris” y cosas por el estilo; llegó el momento en que me cansé y me separé del grupo. Ellos se quedaron con las pistas que hicimos para “Apocalipsis”. Luego sacaron un disco que se llama Wingman, donde tengo una canción que se llama “Amigo”, pero no me dieron créditos de composición.
Me puse a estudiar más sobre esto; a coleccionar flautas, silbatos, tambores. Supe dónde estaban los constructores y fui a Teotihuacán y conseguí réplicas. Me hicieron una flauta triple, una globular y otras cosas y con esto seguí experimentando.
“Luego me fui a vivir a San Miguel Allende, lugar donde había visto a los concheros. Ahí formé un grupo con Ismael Chávez Nava —quien falleció hace tres años— y Johnny, un guitarrista, le pusimos Grupo experimental mexicano, donde ya estábamos experimentando un instrumental precolombino, etnográfico y la electrónica. Tenía dos cámaras de eco: era todo lo que tenía, lo que hacía era procesado a través de esas cámaras de eco. Ya con más equipo pudimos explorar con más detalle. Ahí se definió la dirección musical que tomaría; los instrumentos prehispánicos procesados a través del eco, la repetición de los sonidos. Era algo sicodélico, totalmente alucinante. Tiempo después grabé mi primer álbum En el ombligo de la Luna”.
Ahora Luis Pérez se encuentra en la selva Lacandona filmando una película llamada Santuario de mariposas, en Palenque, Chiapas, donde todo su proyecto de vida inició. Y mientras tanto, concluye, podemos disfrutar de su más reciente álbum doble, Mare nostrum (Terraza Records), que es un verdadero mestizaje musical, un abanico de músicas posibles en el tiempo.