En Los idilios salvajes. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, tomo 3 (Ediciones Era/ DGP), Guillermo Sheridan ilustra el hecho de que la poesía de Octavio Paz siempre fue, en su dura consistencia literaria, una respuesta al mundo o una réplica de la vida, a través del lenguaje, a la vida. En correspondencia con la propia inquietud de Paz —los poemas portan historia, hacen su historia—, Sheridan entrelaza las cartas de Elena Garro y Bona Tibertelli de Pisis con las piezas líricas; y en contra de la expectativa retórica verbalista —Paz vio la autofagia como “el vicio del poeta moderno”—, aclara las analogías bajo la luz de las ecuaciones psíquicas. Así, podemos comprender cómo una obra tocada siempre por la iluminación y la vitalidad incluye los nubarrones y por qué un poeta tan afortunado podía con frecuencia expresar inconformidad frente a sus textos y, sobre todo —de acuerdo con Manuel José Othón—, “disgusto de sí mismo”. En Piedra de Sol, quizá más que en ningún otro escrito, observamos la extraña oposición entre el entusiasmo inicial por el poema y después, con el paso del tiempo, su aceptación incómoda. El poema encarnó la antítesis del amor muerto y el amor vivo y la exaltación de la libertad extrema: el erotismo, el fuego, la “llama negra”, la Salamandra. Esa libertad sin cortapisas mutó ferozmente hacia el accidente terrible y Paz, con ella, a la conciencia desdichada.
“Alrededores de Piedra de Sol” es el capítulo débil del libro. A pesar de sus valiosas precisiones y el despliegue académico, omite la historia y “su horario carnicero”, omite también la ciudad y el cuarto —“siempre un cuarto”—; y además omite la moral del surrealismo y “sus amores feroces” (el incesto, el adulterio, la sodomía y la sed franciscana o polígama). La fijeza y el movimiento van y vienen en la obra poética de Octavio Paz, pero en Piedra de Sol adquieren, más que su forma ideal, la armonía violenta de lo que comienza terminado en transgresión, como Huitzilopochtli que vino al mundo, furioso, con vestidura guerrera para defender “freudianamente” a su madre y enfrentar a su hermana. En todas las composiciones importantes del poeta mexicano hay una escatología del principio. En todas, o en casi todas, estar es suceder y a la inversa. Sin embargo, en Piedra de Sol hay algo más. Su extraña simetría en juego con el caos, la desmesura y el desvarío, la vuelve no solo un viaje circular o una trayectoria en caracol sino la realización de la dualidad. El título es un oxímoron. El primer verso es un oxímoron con una estructura doble en ritmo bimembre. También lo es el concepto que subyace en el fondo de uno y otro término: lo inmóvil móvil. Pero no solo eso. La composición está plagada de significados contrarios y todo el poema es, podríamos pensar, un oxímoron. De ahí la necesidad de que el principio aparezca de nuevo al final. Al hacerlo, la repetición se abraza con la diferencia. Sin esta duplicación, el poema carecería de su opuesto. Importa la repetición del principio al final porque cumple un ciclo, lo completa y —sí— gira la bisagra. Pero sobre todo importa porque el poema crea al otro, al doble.
La tarde en que Octavio Paz inauguraba su Fundación, el serpenteo de las nubes lo detuvo a pensar en el valle donde había nacido y, del mismo modo que en Piedra de Sol, desvarió con las quimeras en el “viento entero”. Asimismo, la lagartija sobre el muro prefiguró, en un silencio de cáscara, a Melusina. ¿Qué pensó Paz al escuchar al pequeño lagarto?