La mañana en Cartagena comienza con la promesa del Magnificat de Vivaldi. Han sido días raros; de luchas inesperadas. La música barroca en el Caribe colombiano resulta una permanente batalla: la batalla del sol contra el sonido.
Un brutal calor asfixiante contra delicadas partituras cerebrales. El cuerpo reacciona al clima: bailar, nadar, mojitos y playa. La cabeza reacciona al trabajo: teatros, orquestas, concentración y compositores muertos.
La lucha resulta despiadada: nunca antes las circunstancias han sido tan drásticas.
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Los críticos internacionales —su itinerario: tres o cuatro conciertos diarios durante una semana— se hospedan en el Chocolat, un pequeño hotel al lado del mar, alejado de la Capilla Sofitel, a 20 minutos caminando por la playa. Una caminata llena de distracciones sensuales.
Pescadores descamisados —músculos tensos, piel tostada— abren en canal robalos que aún aletean y huelen a sangre y a sal. Las olas —pequeñas, inofensivas— tardan demasiado en desaparecer: permanecen suspendidas y despacio caen, envueltas en sorprendentes claridades.
Dos adolescentes avanzan por la orilla. Van de la mano. El agua, cuando sube, les cubre los tobillos. Caminan, pero es como si bailaran. En sus pasos hay ritmo de salsa. El trazo de sus huellas sobre la arena es un frondoso camino serpenteante que lleva a muchos posibles lugares: a un vendedor callejero de cocos con ginebra, a una tarde de baños de sol y pensamientos con barcos, o al paisaje sonoro de una tarde invernal en el Caribe (anónima carcajada femenina/ el viento arrastrando una bolsa/ el motor de una lancha/ dos palabras sueltas de hombre ¿viejo?: “medicinas” y “regreso”).
Los críticos internacionales —uno gringo, español el otro; ambos de pantalón sastre y camisa de manga larga— pretenden no sentir estas cosas. Pero son estímulos tan contundentes que ignorarlos les implica reprimir el lenguaje de sus nervios. Y es una mutilación que les duele y los pone de malas.
Están perdidos. Buscan la capilla en donde será el concierto. Le preguntan a una muchacha —shorts diminutos, sandalias y ombliguera—. Ella alegremente los guía (“¡Es ahí, al final de esa calle!”).
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En la entrada de la Capilla Sofitel —a las 4 de la tarde— se regalan abanicos. Calor asfixiante. El aire acondicionado se prohibió por ruidoso. Coro y orquesta están acomodados sobre el atrio. Son los niños de la Filarmónica Juvenil de Caracas. Aguardan la salida de Rinaldo Alessandrini, su director. Estáticos, serios, de blanco. Parecen un cuadro.
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Vivaldi compuso su Magnificat (1715; revisado en 1720) para el orfanato femenino Ospedale della Pietá de Venecia. Musicalizó un himno a la Virgen María para que niñas sin madre lo cantaran y que, al cantarlo (una búsqueda de voces blancas), la oración hasta el cansancio repetida (de noche, de día) por primera vez surgiera dentro de ellas con la fuerza necesaria para consolar su orfandad.
Vivaldi entendió algo clarísimo: la espiritualidad radica en la música, no en las palabras; rezar es acción infértil si no se canta.
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A la salida del concierto se reparten paletas heladas. Los críticos internacionales las rechazan. Envueltos en la sombra de un árbol, discuten sobre religión y música.
—¡Qué hermoso Vivaldi! Un sonido coral diáfano, de gran precisión —dice el gringo, que luce entusiasmado— y la orquesta exploró los matices, fraseó con delicada…
—Música bella y bien tocada. Alessandrini hace maravillas con esos niños, no hay duda —dice el español con un brillo oscuro en los ojos—. Pero en el fondo, todo esto no deja de parecerme una pieza de museo.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué podemos encontrar nosotros, humanos del siglo XXI, en himnos barrocos además de tranquilidad y deleite?
—¿No es suficiente?
—Deberíamos exigir música sacra capaz de acercar nuestras almas hacia lo inexplicable y para eso necesita estar escrita en el lenguaje de nuestro tiempo. La música de iglesia que hoy se canta está escrita en idiomas musicales de hace 300 años. Para las necesidades espirituales de hoy resulta anacrónica y ridícula.
—¿Y qué propones?
—Que las iglesias renueven su repertorio: misas electroacústicas, credos resueltos con arte sonoro; Aves Marías escritas en estricto serialismo integral.