La noche del pasado 2 de septiembre murió en Venecia Daniele Del Giudice, autor de El estadio de Wimbledon y Atlas occidental. Nació en Roma el 11 de enero de 1949 y es considerado “el último” descubrimiento de Italo Calvino para Einaudi. A manera de homenaje publicamos la siguiente historia, incluida en Staccando l'ombra da terra, de 1994, una novela con seis relatos sobre aeronáutica
Cayó la noche sobre el campo, ya todos se habían ido, los mecánicos, Bruno, los hombres de la torre, se había ido también la señora de la cafetería, quedaba solo yo con las luces de la pista, insectos azulitos entre la hierba, insectos luminosos y mudos en líneas regulares. Miraba las sombras de las mesas proyectadas por la luna sobre la terraza, miraba la noche, el horizonte interminable de la noche, cielo y mar separados solo por delgadas líneas de luz de costas lejanas. Me sentía guardián de este espacio nocturno, alguien me había dejado la llave de la torre, antes de irme tenía que apagar las luces de la pista. Nunca me había quedado tan tarde, la noche de agosto se deslizaba en un calor húmedo hacia lo más profundo de sí. Quizás fue el calor, o quizás me quedé dormido, en un ratito, pensaba, en un ratito me levanto y me voy, un ratito más y me levanto, apago las luces de la pista y me voy, y quizás lo habría hecho, estaba por hacerlo, pero un momento después me di cuenta de su presencia. Estaban sentados en la oscuridad frente a mí, ¿cómo no pude verlos sino hasta ese momento?, eran dos, pensé que se trataba de una imagen mental, pero la voz me estremeció y me dio la seguridad de que estaban realmente ahí. Ojalá hubiera hecho un tiempo como éste esa noche, dijo el hombre más joven, ojalá hubiera habido una luna como ésta, un cielo cristalino como éste…, luego apartó la mirada del cielo, bajó el rostro y me miró fijamente, y vi con un nuevo estremecimiento sus ojos en la oscuridad. El otro, más viejo, miraba hacia los lados como si quisiera reconocer el lugar, miraba hacia los lados y con la uña de una mano torturaba una uña de la otra, casi como si hablar le causara un enorme cansancio o un dolor insoportable. Ahora, dijo el más joven, solo ahora después de tanto años podemos medir el tiempo que fue tan breve esa noche, un tiempo de desconcierto absoluto, el desconcierto con el que en el último momento tú dijiste “estamos cayendo…” sin ni siquiera gritar, con la voz asfixiada por la presión y la gravedad que nos jalaba hacia abajo, resignado a un evento increíble, un evento tan tonto, tan antiguo, como un puesto de hielo. Tú eras el comandante, yo tu segundo, aparte de la edad nos separaba tu costumbre a los jets y mi costumbre a la hélice… Sí, yo era el comandante dijo el más anciano, pero ese tramo lo hiciste tú, yo intervine solo al final, de todos modos, ya no importa, créeme, realmente ya no importa. En el segundo 1423, retomó el más joven, tú dijiste a la sobrecargo que distribuyera la cena a los pasajeros, ¿te acuerdas?, tenías un tono amigable, todo iba bien, nada de turbulencias, ¿cuando prepares el café me traes un poco con azúcar? Le preguntaste también si había una charola de más para nosotros dos, ella respondió que las charolas estaban contadas pero que quizás no todos los pasajeros comerían, tú ordenaste que si quedaba una sería para mí. Qué raro, ¿tanto hablamos sobre la comida? dijo el hombre más anciano moviendo un poco la cabeza. Sí, hablamos de la comida, luego en el segundo 1492, cuando el avión fue completamente instalado en la subida hacia los Alpes tú dijiste descansemos un poco, y fue más o menos en esos segundos cuando pasamos por el punto exacto en el que otro avión antes de nosotros había invertido la ruta a causa del hielo, ¿pero quién podía saberlo? nosotros estábamos conectados en otra frecuencia y no escuchamos sus comunicaciones. Seguimos subiendo y en el segundo 1653 me di cuenta de que algo no estaba bien, perdíamos velocidad ascendente, los dos pensamos la misma cosa, pensamos inmediatamente en el hielo, yo encendí las luces de ala e intenté ver dónde se estaba formando, ¿no te parecía también a ti que era a lo largo del borde de salida del ala?, tú me respondiste sí, está allá arriba, mira. Hielo vidrioso, el peor de los hielos aeronáuticos, hielo que se forma de repente como un golpe que entra en la nube, difícil de quitar, agua en sobrefusión dentro de una nube, agua aún en estado líquido a pesar de que la temperatura esté bajo cero, gotitas invisibles en equilibrio inestable que siguen siendo gotitas solo por la capa de agua que las envuelve e impide que se conviertan en hielo, pero apenas algo golpea la capa y la rompe las gotitas se solidifican instantáneamente alrededor de lo que las rompió, nosotros entramos en esa nube a 270 kilómetros por hora, rompimos millones, miles de millones de gotitas que se solidificaron pegándose de repente a las alas como crustáceos a una ballena, nos llenamos de hielo vidrioso, el perfil de las alas ya no era eso, para no hablar del peso. En el segundo 1740 tú me dijiste gana esos otros cuatro nudos si no ya no subiremos, y yo lo hice, pero en el segundo 1748 se presentó una imprevista caída de ala de mi parte, de repente el avión cayó de lado unos cuarenta grados, ni siquiera tantos, parecía un viraje pequeño, solté inmediatamente el piloto automático y tomé el avión con el volante, fui tan rápido que ni siquiera tú te diste cuenta, dijiste separa el autopiloto y yo te respondí que ya lo había hecho, en el segundo 1750 sonó el aviso de pérdida de velocidad, intentaba tener derecho el avión que empezaba a perder altitud pero hubo una caída de ala de tu parte, cien grados de inclinación a la izquierda, cien grados, ¿usted sabe qué quiere decir? preguntó el joven, dirigiéndose a mí, quiere decir que el ala estaba en posición vertical, un avión de pasajeros volando verticalmente, y movió la cabeza desconsolado, en el segundo 1755 escuché un golpe en los comandos, era el dispositivo automático que empuja hacia adelante el volante con una presión de cuarenta kilos para encarar la pérdida de velocidad, yo dije en voz alta abajo… abajo… abajo..., tú dijiste en voz alta detente… detente…, y tomaste los comandos. Entramos en pérdida de velocidad otra vez, era la tercera, esta vez entró en pérdida otra vez el ala de mi parte, otros cien grados hacia la derecha, tú gritaste una maldición contra el avión, gritaste maldito sea, me acuerdo bien…
El comandante escuchaba como si esos segundos los hubiera vivido y vuelto a vivir un millón de veces. ¿Lo escucha?, me preguntó ajustándose la visera del gorrito, ¿escucha cómo habla?, 1492, 1653, 1748, como si fueran años, fechas históricas, fueron apenas trecientos segundos, cinco minutos, cinco minutos para entender, para darnos cuenta, para reaccionar desesperadamente en una noche de inicios de otoño, en una travesía eterna dentro de las nubes, en un cielo de hielo terrible. A decir verdad, no hicimos nada más, permanecimos unidos incluso después del impacto, él se tortura, sin embargo, nos atuvimos al manual, ni más ni menos, pero ya ve cómo es él, quizás porque es joven, y así se quedará para siempre.
Callamos y nuestro silencio hizo que salieran las cigarras y la brisa caliente del mar. Miramos el aeropuerto: en esas condiciones, con esa luna y esos árboles a los lados, con el edificio pequeño de los años Treinta, y los viejos hangares de metal, los talleres abandonados por la otra parte de la pista llena de hierba y la doble fila de luces que terminaban en el mar, se podría tratar de cualquier aeropuerto, de cualquier campo de aviación, en cualquier parte del mundo en el límite entre el mar y la tierra, en espera de algún despegue o aterrizaje, en alguno de los años y de los decenios de este primer siglo de aviación, el lugar de alguna salida o de alguna llegada, de alguna fallida salida o de una fallida llegada.
Luego, retomó lentamente el joven vestido con uniforme, después en el segundo 1760 una vez más el avión se fue hacia abajo de mi lado, tú me ordenaste que redujera el motor y yo lo hice, en el segundo 1764 sonó una vez más el aviso de pérdida de velocidad, el ala de tu lado perdió altura por enésima vez, y en esta ocasión unos 135 grados, el avión cayó casi de revés, ¿lo imagina?, un avión de pasajeros volando al revés, suspiró el joven volteando la mano con la palma hacia arriba y dejándola caer, también tú y yo estábamos al revés, y no sé cómo, con la sangre en la cabeza y mientras todo bailaba yo logré distinguir el anemómetro de entre las luces en el tablero de los comandos, la velocidad aumentaba rápidamente de 185 a 231 nudos, lentamente la inclinación se redujo, se detuvieron las pérdidas de velocidad de ala, pensé que quizás lo lograríamos, quizás lo recuperaríamos, intentamos una recomposición levantando un poco, era el segundo 1771, yo te grité jálalo hacia arriba… jálalo hacia arriba…, tú me respondiste lo estoy jalando, en ese momento rebasamos los 250 nudos, la velocidad máxima de operación, y de este modo empezó a sonar la alarma de exceso de velocidad. En el segundo 1779 tú dijiste otra vez estoy jalando, pero estábamos en picada, rebasando los 330 nudos de velocidad, el límite máximo de maniobrabilidad y tú gritaste ¡tengo los comandos bloqueados!, en el segundo 1789 gritaste una vez más jala hacia arriba y yo te respondí estoy jalando, sonaban las pérdidas de velocidad, los límites de velocidad, todo sonaba, todo vibraba y caía, y en ese punto, de verdad no sé con qué fuerza, en esa posición y a esa velocidad yo encendí la radio, era el segundo 1789, encendí la radio y dije Milán, Alitalia 460, tenemos una emergencia…, como si ese mensaje pudiera salvarnos, como si alguien pudiera hacer algo por nosotros y por el avión, comprendí que lo habíamos perdido, y fue en ese momento, en el segundo 1797, que tú me dijiste lentamente, con una voz sofocada, estamos cayendo, dijiste lentamente desolado y estupefacto estamos cayendo.
En el segundo sucesivo…
Te ruego, dijo el comandante, te lo ruego, y lo dijo como una plegaria ritual y un poco escéptica sobre el resultado, no tanto porque no quisiera escuchar el estruendo de ese último instante, quizás quería tranquilizar a su primer oficial, quizás quería que ese instante no lo escuchara él, que se olvidara para siempre de ese instante, ruego inútil, porque un momento después el joven continuó con el mismo tono, dijo que no se veía nada, estábamos cayendo a diez mil pies al minuto, yo me di cuenta que algo no estaba bien en el avión en el segundo 1653, en el 1797, menos de dos minutos después, eso ya no era un avión, éramos solamente quince mil kilos de metal y fibras y plástico y personas que estaban cayendo en picada, casi al revés, en la oscuridad y en la opacidad de la noche y de las nubes, sin poder hacer nada, sin siquiera darnos cuenta de cómo y porqué ocurrió. ¿Se imagina? Habíamos chocado con una nube, habíamos entrado de lleno en una nube que pocos segundos después, intacta y aligerada de algunas toneladas de hielo avanzaba pacífica hacia el este, y a la mañana siguiente, cuando nos encontraron en un bosque, se deslizaba inconsciente sobre el Jónico y los Balcanes.
Una vez más hubo silencio, pensé en tomarle la mano al primer oficial venciendo el miedo, ¿qué podía sucederme?, era un gesto de solidaridad como tal, pensé. Alguien o la Naturaleza o el Cosmos me habría eximido de cualquier horror o consecuencia, pero el comandante me leyó el gesto en la mirada y con tranquilidad hizo una señal de que no lo hiciera sacudiendo la cabeza. ¿Usted está aquí todas las noches?, preguntó cambiando la conversación. Es afortunado, sabe, es muy lindo este lugar, y sobre todo a esta hora y en esta estación, dijo ajustándose la visera del gorrito, mirando alrededor con una infinita y desconsolada nostalgia. Un segundo después agregó ¿podría echar un vistazo a los aviones del hangar? Lo siento, respondí yo, realmente lo siento, pero no tengo las llaves, tengo nada más las llaves de la torre para apagar las luces de la pista. Lástima, dijo el comandante y se puso de pie. También el joven oficial se levantó, y yo con él.
Caminábamos hacia la torre, caminábamos sin prisa, cada uno atrapado en sus propios sentimientos, todo lo que podía suceder ya había pasado, acontecido, terrible e irrevocable, y esta certidumbre y dulzura del lugar y la luz de la luna parecían infundir en cada uno de nosotros una completa sujeción al paisaje, una aceptación de todo lo que es, así como es.
También el tono del hombre más joven se había hecho más sereno y distante, caminaba con las manos en los bolsillos y con la mirada clavada en la hierba, decía entramos en la nube y ya no salimos de ahí, no entendíamos nada, lo único claro era que tú tenías prisa de ir hacia arriba, perforar las nubes en lo alto como con los jets, dar potencia y escapar, en cambio yo tenía prisa de bajar y adquirir velocidad, como se hace con la hélice. ¿Quién habría dicho que volveríamos a volar con la hélice en la víspera del dos mil? Pero nosotros hicimos lo que estaba escrito en el manual, ni más ni menos, respetamos el manual al pie de la letra, en alguna parte tenía que haber un error o estar incompleto, dijo el joven mirándome fijamente en los ojos. El comandante respondió dirigiéndose a mí, es inútil hablar de esto con el tono de un consuelo ritual, de todas formas, con ese hielo nunca lo habríamos logrado, hielo vidrioso, hielo severo, créeme, nadie lo habría logrado.
(Sabes, dijo el más joven, siempre me he preguntado qué piensa quien escucha las voces de los pilotos muertos en la grabación, la de las dos cajas negras que proporciona las voces de cabina. Yo conocí a uno que se dedicaba a esto, dijo el comandante, era un viejo técnico de vuelo pensionado, trabajaba en las comisiones de investigación sobre desastres aéreos, una vez le pregunté ¿no te causa ninguna impresión escuchar esas voces?, él respondió no, ¿por qué? ¿Pero qué buscas que no esté ya en el registrador de vuelo, en el registro de las maniobras de vuelo? Busco el tono de las voces, es importante sabes, me dijo, el tono de las voces).
A lo largo del canal se deslizaba un barco de pasajeros, lento y silencioso en la noche, salía a mar abierto con un gran pavés de lámparas de colores. Los tres nos detuvimos a mirarlo, sombra inmóvil moldeada por las luces, majestuosa e imperturbable. ¿Tú escuchaste a los pasajeros que estaban atrás de nosotros? Preguntó el joven. El comandante respondió que sí sin quitar la mirada del barco, en los últimos segundos dijo, en los últimos segundos me di cuenta de qué eran esos ruidos, las voces que llegaban a través de nuestra puerta cerrada, y no sólo las voces. Pero fue el último instante…
Me di la vuelta a los pies de la torre de control, me sentía culpable por no poder llevarlos al hangar y los invité a subir, pero el comandante, después de un momento de duda, dijo no, le agradezco, es mejor que no.
Entiendo, respondí, me tardo poco y bajo, y miré fijamente al hombre más anciano vestido con uniforme y él dijo por supuesto, levantando un poco los hombros. Un momento después subía los escalones cuatro por cuatro, entré en la sala oscura, encontré el interruptor con la luz de la luna que inundaba a través de los ventanales la pequeña sala circular y los instrumentos, bajé la palanca y las dos filas de luces azules de entre la hierba desaparecieron en la noche, una calle que se disuelve en la oscuridad pensé, también la pista se va a dormir, en el instante siguiente saltaba los escalones de bajada, un instante más y estaba afuera. Miré alrededor, no sé qué segundo haya sido pero ellos dos ya no estaban. Corrí entre la hierba, corrí hacia los árboles, después hacia el hangar, después hacia la terraza, y al final los vi: caminaban a lo largo de la pista oscura, lejanos, lentos y de espaldas, uno discutía consigo mismo moviendo las manos verticalmente y volteando las palmas al revés, el otro, el más viejo, parecía hacerle compañía pero dirigía su mirada hacia un lado, miraba la luna y el barco de pasajeros en el horizonte. Yo me quedé mirándolos hasta que se difuminaron en el amanecer, en el mar, en el cielo.
Traducción del italiano de Verónica Nájera
ÁSS