Hasta el escritor más hábil, ingenioso, elegante, efusivo, elusivo, se habrá visto más de una vez abrumado por el problema de cómo dedicar un libro suyo, se trate de una dedicatoria manuscrita para un posible lector en particular, o impresa en toda la edición para el público en general, al cual el dedicador querría o tendría algo que agradecerle.
En el primer caso, se trata de hacer que un ejemplar de la obra impresa al menos parezca singularmente destinado al viejo o nuevo amigo, al distinguido colega, al autorizado crítico, al desconocido que se declara admirador y que desea unas líneas de mano del autor, es decir un autógrafo. No es fácil, porque rara vez se conoce lo suficiente al pedidor de dedicatoria como para ofrendarle unas líneas que no sean “de cajón”. Desde luego, pretender que cada ejemplar dedicado tenga una frase brillante, original, particularmente cordial, etcétera, es una de las cosas que suelen abrirle al escritor el camino hacia un insomnio de mil y una noches. Qué puede pensar, pongamos por caso, el fan de un estilista ante una dedicatoria sin estilo, completamente directa, seca, insípida, como: “A Arturo Hortigüela, atentamente”, o ante la un poco más larga pero no por ello más interesante: “A Fernando Gou, esperando que este librito le guste”.
Una antología de dedicatorias manuscritas de autores célebres tal vez nos ofrecería no pocas sorpresas, por ejemplo, la del gran autor hipócritamente humillándose ante el temible crítico: “Al distinguido homme de lettres Emmanuel Carballo, esperando su generosa indulgencia”, o como el novelista rebelde revelándose sumiso ante el político de ideas contrarias: “Al sublime prócer y león de la tribuna Porfirio Muñoz Ledo”, o como el audaz poeta erótico dedicando, en su único libro casto, una blanca o blanda cursilería a la hija de la familia: “A Eufrosinita Meléndez, en sus quince floridos abriles”.
La dedicatoria impresa, por supuesto, pertenece más espectacularmente a la historia de la literatura, y aunque implique asuntos privados los hace públicos, y acaso a su vez históricos. Para regalar a la imaginación del lector una escena de intimidad tierna, o tal vez fogosa (¡oh!), un afamado novelista ha dedicado así un libro a una conocida bella actriz del cine norteamericano: “A Jane Fonda, en recuerdo de una tarde de lluvia”.
Género poco estudiado, la dedicatoria pertenece al dominio de la literatura de manera un tanto anacrónica. Mientras en el campo de las relaciones amorosas la “declaración” parece haber pasado a la historia, la dedicatoria sigue manteniéndose en pie con funciones de costumbre, obligación, cortesía, forma de tortura para el autor... Rival del epitafio, la dedicatoria erige un monumento sutil ante el olvido, aunque es una muestra de la futilidad de la literatura y un chasco para la vanidad de los autores, pues quizá no exista escritor que no se haya visto ingratamente sorprendido al encontrar en una librería de viejo un libro suyo, dedicado cordialmente a quien lo solicitó con una aparente avidez de autógrafo.
Dedicatoria impresa del libro Las flores del mal de Charles Baudelaire.
LVC