Parra hoy
“Dedicarme a lo que no existe es mi pasión”, confiesa Carmen Parra cuando se pone a reflexionar sobre su trabajo. Como el color es un fenómeno que atraviesa accidentes oculares que se conjugan con accidentes solares, la pintura no existe. No hay nada que ponga a Parra de mejor humor que enterar a quien se le acerca de esas cavilaciones que la acompañan casi de tiempo completo frente al mar de la Costa Grande, en Guerrero.
En días pasados, al otorgársele la presea cervantina recordó una estampa de una infancia definitoria: “Mi padre, Manuel Parra, adquirió junto con el licenciado Alcocer la casa de Raya de la mina de La Valenciana, que estaba derruida y la restauraron. La Valenciana fue en su tiempo una de las minas más ricas de América (y) fue mi inmersión al mundo minero, un viaje al interior de la tierra, prohibido a las mujeres. El Conde de La Valenciana construyó una extraordinaria iglesia barroca que fue mi jardín encantado, yo jugaba en sus retablos, me escondía entre los estípites, rodeada de toda la iconografía de santos y ángeles. Era un trampantojo, un engaño de la vista, una espiral del tiempo”.
Creaturas de esa espiral son las que revolotearán sin cesar en su obra, donde lo sagrado siempre acabará evidenciando su profanazgo. Espacios que se pueden llegar a confundir, la iglesia barroca y la mina, también evidenciarán sus maneras de entender las escenas en sus visiones “de la verdad otra”, como le gusta definir también sus cuadros. El padre, el arquitecto, será el signo en toda su vida.
Ha llegado el día en que sopesa sus reflexiones, las goza y las siembra en medio de cualquier tempestad: “Mi mundo es el mundo de las sensaciones que, fuera del arte, no se puede traducir”, resuelve mientras descansa en su taller, que es la luz del día, un pase taurino en el que trabaja.

Parra ayer
Cuenta Carmen: “La cultura a la que yo pertenezco es una cultura novohispana. Siempre he sido sensible al mundo de ensoñación del mestizaje. Los domingos eran ir a misa, comer con la familia e ir a los toros. Ese día, cristiano por excelencia, está hecho para que pasen grandes cosas, y los toros son el acento de esas grandes hazañas. Los toros son, como decía Unamuno, para que el domingo no le pese a esa melancolía que somos los demás días.
“De niña iba todas las vacaciones, dos veces al año, a una hacienda que se llamaba Tupátaro, en Cuerámaro, Guanajuato. En un momento dado, fue una de las grandes haciendas ganaderas de la región. Y en las ferias de esos ranchos había toros y charros, todo revuelto en esas dos culturas que fueron permeando en mi imaginación. Esa cultura doble fue una constante en toda mi educación. Yo fui charra vestida de capo”.
Cuando tuvo que decidirlo, y a pesar de que ya sentía las líneas del dibujo correr sueltas por sus venas, estudió antropología porque la vida de los artistas le parecía una tristeza. Sin embargo, su elección la volvió a atraer al arte del que rehuía: “En ese momento, y encarnado en las personas y obras de Miguel Covarrubias, Diego Rivera y mi maestro Fernando Gamboa, había un gran interés por descifrar México. Se estaba inventando la imagen de este país, por eso los artistas iban de la mano de los historiadores y los antropólogos. Gamboa, antes que cualquiera, proyectó México. Tenía una imagen de la totalidad de nuestro país en relación con las otras culturas globales”.
Y en esa búsqueda de Gamboa fue reinsertada en los lienzos que siempre estarán conversando con esas raíces de imágenes endémicas mexicanas, espirituales, silvestres y a medio camino entre las dos.

Parra siempre
Reconocida hace semanas con un emeritazgo de la Secretaría de Cultura y en el pasado quincuagésimo Cervantino con la presea del festival con la que desde hace doce años se celebran trayectorias del mundo cultural, Parra cumple 78 años trabajando, gozando las tormentas en La Querencia, su rincón playero, donde se pone a pensar en el siguiente proyecto, la siguiente paleta de colores, el material para su nueva escultura, para la escenografía de su siguiente apuesta teatral. Una artista efervescente.
Inminente, prevé inaugurar una fundación desde la cual impulsará agendas personales y afines a sus intereses y a los de su hijo, Emiliano Gironella. No hay día que no comparta una lectura, que no preceda un brindis, que no esté al tanto de los acontecimientos y los personajes del arte mexicano.
Su casa, siempre abierta, es una galería, un taller y una biblioteca hispanópata que se brindan. Parra se desborda ante el interés honesto, y es también, se siente, su manera de celebrar el encuentro. Se da tiempo de despejarte, de que la asombres, Carmen deja notar que disfruta el clima de las visitas. Ya nada fácil de hallar esa hospitalidad en medio de la gran ciudad. Esa generosidad también ya es su legado.
De luz y sombra Carmen Parra llevará a la arena taurina cualquier diálogo. Bajo esa premisa nos vamos despidiendo y suelta otra perla: “Es muy común en el mundo taurino que todos hablen de la muerte. Nadie habla del enfrentamiento con el miedo, con tu propio miedo y con el miedo como fenómeno del alma, que es la sobrevivencia de la muerte. El miedo te hace perder tu aspecto humano y te vuelve un ser mitológico”.
Y se podría hasta pensar, ¿cuáles habrán sido los miedos que convirtieron a Carmen en tal ser?

AQ