Cultura

Carlos Velázquez: un cuentista contra la corriente

Entrevista

El escritor lagunero celebra la Biblioteca que reúne cuatro de sus libros más representativos y confirma que su apuesta por el cuento ha sido una forma de resistencia frente a un mercado dominado por la novela.

Carlos Velázquez abandonó la escritura de una novela al llegar a las 150 páginas. Aunque tenía el respaldo de su casa editorial, el proyecto se había vuelto tan farragoso que traicionaba la economía narrativa que había perfeccionado en sus relatos. “¿Para qué quería publicar un texto que iban a leer nada más tres personas?”, reflexiona el autor una mañana en la librería El Desastre, cuyo nombre evoca, de manera irónica, los riesgos que este autor ha sorteado por mantenerse al margen de las modas editoriales.

El acto de abandonar esa novela ilustra el temple autocrítico que ha definido la trayectoria de este escritor lagunero. La creación de la Biblioteca Carlos Velázquez —que por ahora reúne La biblia vaquera, La marrana negra de la literatura rosa, La efeba salvaje y El menonita zen en la editorial Océano— ratifica esa apuesta.

Velázquez ha dedicado sus impulsos ficcionales exclusivamente al cuento, ese género a menudo considerado poco rentable. Con los años, ha mantenido la coherencia estética, siempre con el ojo afilado sobre personajes marginales y realidades periféricas. Es un modo de narrar que alguna vez le valió la etiqueta de autor de “realismo alterado”.

En entrevista, Velázquez reflexiona sobre su tendencia a remar a contracorriente del mercado, su relación conflictiva con la novela como formato y la creciente dificultad de no repetirse después de veinticinco relatos publicados.

Tener una biblioteca propia, una colección con tu nombre, son palabras mayores…

No me lo he querido tomar demasiado en serio, porque creo que esto solo le ocurre a la gente cuando ya se va a morir y yo todavía tengo que escribir varios libros de relatos. Sí me da gusto, por supuesto, porque es un reconocimiento. También, de alguna manera, uno entiende que ha hecho las cosas bien, lo cual es muy complicado, sobre todo cuando escribes cuentos.

Me alegra por el género en sí, porque el relato no es el preferido de las grandes editoriales, y que un sello de distribución comercial se arriesgue, me entusiasma. Significa que detrás vienen otras generaciones de cuentistas que también merecen llegar a un gran sello con un libro de cuentos, y no enfrentarse a lo de siempre: que, cuando presentas un manuscrito, te respondan “no nos interesa, tráenos una novela”.

¿Tu proyecto literario tiene un compromiso con el cuento?

Sí. Desde que empecé, mi compromiso fue perfeccionarme como cuentista, porque mi primer libro fue horrible. Fue importante publicarlo porque uno no se da cuenta de lo bien o mal que escribe hasta que el libro está impreso. Cuando publiqué ese primer trabajo, estaba emocionado: me parecía imposible conseguirlo. Pero al verlo en papel y releerlo, entendí que no era un buen libro y que no representaba mis ambiciones. Entonces me propuse superarlo, convencido de que podía hacerlo mejor. Así escribí La biblia vaquera. Ahí sí sentí que lo había logrado. Me fascinó el efecto que produce un buen cuento y decidí ampliar el proyecto, profesionalizarme y convertirme en un cuentista consumado.

Pareciera que, a partir de La biblia vaquera, encontraste una voz y un sello. ¿Te sentiste así desde entonces?

Fui afortunado. He convivido con otros escritores y sé que encontrar un estilo definido es muy complicado; a algunos no se les concede ni en 20 o 30 años de carrera. Yo, en cambio, encontré rápido el ambiente en el que mis personajes e historias podían desarrollarse.

Después de La biblia vaquera hubo un quiebre. Ese libro no se parecía a nada, era un artefacto que no permitía continuidad estética. ¿Hasta dónde podía estirar ese experimento? Encontré la salida apoyándome en el cuento tradicional norteamericano con La marrana negra. Ahí comenzó otra etapa: narrar el mundo cotidiano, los personajes del ciudadano de a pie. Esa línea continuó con La efeba salvaje, Despachador de pollo frito y El menonita zen. Había una necesidad de narrar lo que la literatura mexicana no estaba contando: personajes que antes no aparecían.

Cuando publicaste La biblia vaquera, ¿cuál era el panorama de la literatura escrita en el norte?

Si eras un escritor joven y querías entrar al círculo, tenías que escribir sobre el narco. Yo quise alejarme por completo y hacer un libro sobre el norte que no obedeciera a esos impulsos: ni el detective corrupto, ni el narco buena onda. El norte era mucho más. Escribí La biblia vaquera para mostrar la vida de alguien sumergido en ese entorno, pero ajeno al negocio y a la fascinación por la narcocultura.

Y en estos libros narras el norte, pero también has expandido tus territorios.

Yo he tenido la fortuna de moverme, de no quedarme solo en Torreón. Cuando habitas otras ciudades, no como turista sino como residente, es inevitable contaminarse de ellas. Me interesa mucho ese grado de influencia. Así empecé a escribir sobre la Ciudad de México. Muchos del norte no lo perciben, pero cuando salimos del terruño, el trato cambia. En Torreón soy chilango; aquí soy norteño. Hay escritores del norte que se mudan a la capital y siguen escribiendo como si no hubieran salido. A mí me parece un desperdicio no narrar tu realidad inmediata. Si viviera en Chiapas o Xalapa, escribiría desde ahí.

Sin embargo, aunque tu literatura se nutre de lo que absorbes, no prima la crónica sobre la imaginación.

Exacto. Cuando narras otras latitudes, debes ponerte el traje. Incluso me han dicho que narro demasiado bien la Ciudad de México para no ser chilango. No se trata de asumirse como tal: el trabajo del escritor es adoptar otras voces y pieles verosímiles. La imaginación es lo más seductor de escribir. Hay autores que trabajan siempre desde lo autobiográfico; yo lo hago en crónicas, pero no puede ser mi única visión literaria. Inventarlo todo es lo que más me atrae.

¿Has librado una batalla consciente contra las modas literarias?

Sí. Nunca me he subido a ningún tren de moda. Las tendencias las dicta el mercado. Cuando la narcoliteratura vendía, inundaron el mercado, pero muchos de esos autores hoy están fuera de circulación. En mi familia hay historias que podrían dar novelas, pero no están en mi proyecto. Prefiero seguir mi camino, aunque me convierta en un autor al margen del centro. Ahora el discurso dominante vuelve a imponerse desde la Ciudad de México. Esto produce fenómenos como el lenguaje neutro. Así como la literatura norteña rompió una imposición, otra latitud tendrá que hacerlo. Creo que el sur, con obras como las de Fernanda Melchor, ya lo está haciendo.

A propósito de eso, ¿lees a tus contemporáneos?

No mucho, pero sigo de cerca a algunos. Yuri Herrera me fascina; su última novela sobre Juárez (La estación del pantano) es algo fuera de la norma. También Antonio Ortuño. La vaga ambición es un libro de estructura perfecta. Son obras que influirán en el futuro, aunque hoy lo comercial tenga otro rostro.

En tu columna de El Cultural has hecho crítica literaria. ¿No te interesa recopilarla?

No, porque no soy crítico. Lo que escribo son opiniones. Hace unos años había una generación brillante de críticos jóvenes, pero muchos se volcaron a la narrativa, la televisión u otros proyectos. El aparato crítico sólido se perdió y ahora prevalecen comentarios entre amigos o afinidades emocionales, más que análisis rigurosos. Yo no podría dedicarme de lleno a la crítica porque estoy en la otra acera.

¿Cómo lidias con el fracaso creativo?

Fracasé escribiendo una novela, porque invertí un tiempo que podría haber dedicado a otro libro de relatos. Y claro, la carrilla no falta. Me dicen: “ese güey no puede escribir una novela”. Pero sigo produciendo cuentos, sin estancarme. La novela es un riesgo: cada año se publican miles y solo unas pocas sobreviven al tiempo. La biblia vaquera salió en 2008 y se reedita en 2025. Esa es la lógica que busco. Cuando publique una novela, deberá quedarse; de lo contrario, sería otro fracaso.

¿No es una expectativa demasiado alta?

Creo que todos los novelistas la tienen, aunque no todos tienen la autocrítica para reconocer cuando algo perjudica su obra. Esto es una carrera de larga distancia: importa quién seguirá escribiendo con calidad dentro de 20 años.

Por último, háblame de tu próximo libro de crónicas.

Es el mismo concepto de Mantén la música maldita (Sexto Piso, 2020) y de Aprende a amar el plástico (Cal y arena, 2019), pero más desbordado. Incluye crónicas largas y otras publicadas en mi columna. En el cuento, siento que levanto una pared con mezcla y ladrillos. En la crónica, en cambio, me divierto. No sigo estructura ni construyo una casa. Es un respiro que me permite volver al cuento con energía renovada.


ÁSS

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Ángel Soto
  • Ángel Soto
  • Periodista cultural y escritor. Es editor digital de Laberinto, el suplemento cultural de MILENIO, donde escribe sobre literatura, música y cine. Sus textos, fotografías y poemas han aparecido en la Revista de la Universidad de México, Langosta Literaria, Punto de partida, Algarabía Niños, Picnic y Yaconic. Es creador del podcast y newsletter "Tinta y voz".
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