El viejo cartujo tiene la tristeza larga, como diría Alberto Cortez. No es para menos, desde el comienzo este año ha sido de calamidades y malos presagios. ¿Nos estaremos aproximando al fin del mundo? Las señales de la ira de Dios son muchas, la más temible para el monje no es el desbarrancadero por el escándalo por la casa blanca sino la muerte de tantas personas valiosas, la última de ellas Vicente Leñero, el maestro mexicano de la non-fiction.
En diciembre de 2013 lo encontró en la FIL de Guadalajara, estaba cenando con Hugo Hiriart y José Gordon. Quedaron, como otras veces, de llamarse por teléfono para una entrevista siempre pospuesta. Había presentado su libro Más gente así, en una lectura a dos voces con Jesús Ochoa. Estaba contento, había sido una presentación divertida, inusual en alguien tan serio como él. Compartía con el actor muchas cosas —dijo ese día—, entre otras el amor por una mujer: Eugenia, una de sus cuatro hijas, esposa de Ochoa.
Lo vio por última vez el 29 de abril de este año en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en la entrega del Premio Xavier Villaurrutia a José de la Colina. Leñero retiró al terminar la ceremonia y no pudo saludarlo. Se notaba cansado, pero leyó con voz firme y clara un texto donde escarbaba en su antigua relación con el premiado, sobreviviente, como él, de una generación extraordinaria.
Esa noche, dijo: “Conozco a José de la Colina desde siempre. Desde que avanzamos juntos, aunque lejos uno del otro, hasta llegar a estos ochenta que nos transforman en ancianos obligados a observar el moridero de gente cercana, de amigos y enemigos, de compañeros de brega cayendo uno tras otro como figuritas de lámina de un tiro al blanco pueblerino. Y el comentario cruel: ya hicieron lo que hicieron, ni modo. Ya les cayó el punto final”.
Habló también de la participación de ambos en el taller de Juan José Arreola, el “maestro de la frase y el párrafo perfectos”, y con una sonrisa, acaso imperceptible, apuntó: “Recuerdo que una tarde noche en aquella cochera convertida en taller literario de la calle Volga, leí un cuento malón —corrijo, porque era Arreola quien leía en voz alta los textos de sus alumnos—, Arreola leyó un cuento mío, malón, que luego mis compañeros deshicieron con críticas asesinas. Al salir a la calle, sin embargo, José de la Colina se acercó y con una palmada en la espalda me elogió una sencilla metáfora que yo había encajado en un párrafo del texto. ‘Eso está bien’, me dijo, y ese pequeñísimo gesto, viniendo de un compañero a quien admiraba como gente mayor, me alivió de las puñaladas unánimes”.
Nunca fueron amigos, sus caminos iban por diferentes veredas —precisó Leñero—, pero siempre se respetaron y él nunca olvidó aquel comentario de De la Colina “porque me encendió con la luz de un cerillo la oscuridad del túnel literario”.
Queridos cinco lectores, con el frío calándole el alma por tanta muerte y tanta violencia, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.