Aunque la poeta uruguaya Ida Vitale, nacida en Montevideo en 1923, es muy conocida en la literatura mexicana —ella vivió varios años en nuestro país— y forma parte de ese extenso y variado grupo de escritores extranjeros a los que podríamos llamar la otra cara de nuestras letras, todavía tenemos una insuficiente comprensión de su obra y es necesaria una relectura más profunda de su literatura.
Vitale, junto con Eduardo Lizalde y Gabriel Zaid en México y, probablemente, al lado de Juan Gustavo Cobo Borda en Colombia, es una de las últimas representantes de la idea de la poesía como un estado de rigor máximo e ilustrado. Vitale encarna una experiencia donde el “discurso” lírico forja, sí, un mundo autónomo —eso que la cursilería académica, o los incautos aficionados a ella, han llamado “artefacto verbal” —, pero también la común realidad insospechada. No digo que no haya algunos poetas herederos de la tradición del lenguaje concebido como la realización de una actividad emocional e intelectual extremas y como la conciencia de que “forma es fondo”, si aceptamos el dicho de Díaz Mirón, secuestrado de manera cínica por los políticos “cultos” de los viejos tiempos. Pero son pocos, hoy en día, los autores con este pensamiento estético. Domina lo contrario: el culto a lo “espontáneo”, la superficialidad sofista y una tosca invención fullera. Por esta razón, la publicación de Sobrevida. Antología poética (Era, uanl, Capilla Alfonsina, México, 2015) de la poeta rioplatense Ida Vitale, avecindada en Austin, Texas, en selección y con prólogo de Margarita Minerva Villarreal, tiene un valor insoslayable: ofrece una buena muestra de esta obra excelente.
La pieza de donde proviene el título del libro es un ejemplo de exactitud y originalidad. En “Sobrevida”, Vitale escribe: “Dame noche/ tus pájaros sin canto./ Dame, en cuanto cierre/ los ojos de la cara,/ tus dos manos de sueño/ que encaminan y hielan,/ dame con que encontrarme,/ dame como una espada,/ el camino que pasa / por el filo del miedo,/ una luna sin sombra,/ una música apenas oída”. En este texto, para el lector mexicano, es casi imposible no oír un eco de “Nocturno” de Xavier Villaurrutia: “Todo lo que la noche/ dibuja con su mano/ de sombra:/ el placer que revela,/ el vicio que desnuda”. En ambos poemas, el mismo clima sonámbulo y en ambas composiciones el verso de arte menor transformado en “ecuación psicológica”, la imagen elevada a idea y un subterráneo compás alejandrino quebrado de una forma perfecta. Ida Vitale tiene, muchas veces, esa claridad imprevista que siente nostalgia de lo que no ha ocurrido. De ahí que en otro poema nos diga, de nuevo en consonancia con Villaurrutia: “Ser aceptada viva en esa logia/ de muertos que están vivos”. Es interesante ver cómo la poesía pura evolucionó y, sin perder agudeza, absorbió en dosis controladas la anécdota y una cierta forma de historia. En Idea Vilariño y Roberto Juarroz, dominados por la esencialidad, hay un implacable drama abstracto y en Ulalume González de León, otra poeta de la pureza, el retorno de la realidad bajo la forma de hábiles epigramas y precisos cuentos insólitos. En cambio, en Vitale, la simetría, la limpidez, roza de un modo asombroso lo natural y cotidiano. Su pureza también es abierta y llana, el meollo es apariencia, tanto que falsamente podríamos creer que su poesía es suave y sencilla. Pero no, su claridad es filosa y su bondad, irremediablemente, nos hiere.