No llevaba maleta, no me dio tiempo. El taxi me llevó a la Central Camionera del Sur. Tlalpan: serpiente luminosa. Boleto para el norte. Horas interminables con el culo pegado al asiento, calor sofocante, tristeza hundida en los ojos. Todo daba vueltas en mi cabeza, nadie me recordaría si muriese, pensaba en la muerte todo el tiempo para mantenerme viva. Mazatlán, primer destino, más de una semana dando vueltas en una habitación asquerosa, pensando qué hacer. Conseguí trabajo en un bar. Faltaba media hora para entrar al jale. Entraba a las 7. No soy de las que llego tarde, siempre he pensando que uno debe llegar a tiempo a cualquier sitio y que uno debe retirarse a tiempo. Estaba afuera del bar que quedaba cerca de los multicinemas La gaviota. Fumando, se acercó un tipo bien parecido, preguntó de dónde era, inventé que de Guanajuato.
—¿Visitando a tu familia?
—No tengo, murieron.
—Lo siento
—Yo no.
El tipo hizo un gesto de aprobación. Pantalones caros, botas de piel, cinturón Hermes, camisa con dos botones abiertos, lentes oscuros, un olor mezclado: alcohol, cigarro y cocaína, un par de personas vigilándolo desde la acera de enfrente. Este es narco, algo en su modo de mirarme y actuar, es narco, algo quiere.
—¿Cuántos años tienes?
—A lo mejor 20. No sé, tal vez menos.
—¿Cuántos quieres tener?
—Muchos más.
—¿Para?
—Para que las personas me tomen en serio.
—¿Qué sabes hacer?
—¿Qué te gustaría que yo pudiera hacer?
—No soy nadie para desear por ti.
—En eso tienes razón, ¿algún talento viste para acercarte?
—Te vi los ojos anoche mientras me servías un trago, pareces fuerte.
—Soy fuerte.
—Me parece que sabes hacer bien ese papel.
—Sirvo tragos, lo demás es puro hocico de mi parte, tragos es lo que hago bien.
—¿Quieres ganar 5 mil por una noche?
—No.
—¿No?
—No, quiero ganar 10.
—Es mucho, aquí no ganas ni 600 pesos por noche.
—Es lo justo para el tipo de fiesta que me ofreces.
—Hecho. Te veo a las 8 de la noche aquí afuera, sol, de negro, cómprate un sombrero, yo invito.
Extendió cuatro billetes de 500 pesos alejándose, subió a una camioneta que pasó frente a mí. Busqué una tienda de sombreros, compré un tejano negro que me quedaba bien, al 10 para las 8 esperé afuera del bar, el jefe de barra estaba en la puerta, me miró de arriba abajo.
—Llegas tarde.
—¿Tarde? No, siempre estoy a tiempo.
Una camioneta se acercaba a baja velocidad.
—Piénsalo, esa gente es peligrosa.
—La vida es peor.
Al subir, el tipo que por la tarde me había contactado, me pasó una venda para los ojos.
—Póntela, sin trampas morra, hay que jugar derecho siempre, primera regla.
—Traje la mía. Usaré la tuya, ¿vas a esposarme las manos? No traje esposas
—Chingada, ¿para quién has trabajado?
—No me acuerdo, ¿tú te acuerdas para quién has trabajado?
Vendé mis ojos, la sensación de oscuridad siempre me dio seguridad desde niña. Un trayecto largo, la camioneta se detuvo, otra voz, me ordenó destaparme los ojos. Enorme jardín, camionetas estacionadas, personas corriendo de un lado a otro, meseros, meseras, personal de luz y sonido, tipos con corte militar hablando por celular. Bajé de la camioneta.
—Te voy a llevar a la barra.
La barra era enorme, no estaba montada, había muchas cajas, llegaban más y más.
—Te presento al Chino, jefe de barra.
El Chino era alto, de rasgos orientales, raro ver a un tipo con cara de mandarín que fuera alto, llevaba el pelo al estilo chico moderno, en picos color naranja y con fleco al frente, largo atrás, vestía con pantalones untados en rojo, camisa blanca pegada que resaltaba sus músculos, zapatos deportivos en piel color blanco, un mandil blanco largo en piel con aplicaciones de diminutas joyas rojas en la cintura y los bordes de la bolsa.
—¿Qué sabes hacer mejor?
—Martinis
—¿Coctelería con fuego?
—Sí.
—¿Cuál es el trago que te sale mejor?
—Flame in love.
—¿De dónde eres?
—Guanajuato. Silao.
—¿A poco en ese rancho toman esa madre?
—No. Trabajé en antros en la CdMx.
El Chino apuntaba todo en una diminuta libreta. Empezaron a llegar más tenders y ayudantes, a todos les hacía preguntas similares. Nos formó.
Al Lobo no le gustan los mandiles de fonda, quítense sus mandiles, pónganse estos, las mujeres las blusas, los hombres estas camisas, los baños para ustedes están atrás de la barra, en esa puerta. El Lobo al final me va a preguntar quién trabajó bien, el que trabajó bien puede quedarse con el mandil, el que no: se va mucho a la chingada. Los mandiles eran de piel, en color negro, tenían diminutas joyas en color rojo en la cintura y en las bolsas, eran una réplica del mandil del Chino. Esperábamos 975 personas, nos informó moviendo de un lado a otro su fleco y fumando.
—No quiero problemas, todo está contado, hasta ustedes. Si quieren una botella me la piden al final, pueden poner su copa, los meseros no les van a dar moje, la gente de esta noche es generosa, algunos vienen a la barra, a chingarle, no me gustan los huevones, a quién le regresen más de dos tragos, les pago la mitad de lo que les dijo el Lobo y se me van, no quiero pendejos ni pendejas aquí. Tú vas a servir directos junto con ellos, ustedes tres van a frapear, ustedes dos van a estar en la barra especial de martinis y bebidas con fuego, los ayudantes ya saben su trabajo, van a estar con ustedes. La barra especial no tiene ayudantes, se supone que son chingones y rápidos, si hablaron de más me dicen.
—No, el hocico lo dejé afuera.
Risas, no me sentí cómoda. Todos mis compañeros eran altos, se veían bastante duros, no encajaba con ellos, parecía una niña pendeja entre una bola de grandulones. Empezamos a montar en silencio. Terminé de montar mi barra junto con mi compañero. Nadie decía nada. Le pedí al Chino que me diera chance de practicar unos flameados, dijo que sí. Formé seis copas martineras en fila, estaba poniendo en práctica todo lo que Tatuado me enseñó, detrás de la barra no existes, existen tus tragos, tú no, solo eres un conductor de la maravilla que encierra cada licor. Llené dos cocteleras, girándolas en el aire sin agitarlas demasiado, pasándolas de una mano a otra, estuve cerca de dos minutos enfriando el licor, calenté las copas. Serví el contenido de las cocteleras, fuego, cuando terminé Chino dijo que tendría que hacerlo para el Señor.
—¿Quién es?
—El grande, el jefe.
La fiesta, desbordada. Cerca de las 2 de la mañana el escenario se iluminó, humo y aplausos: Cómo añoro y extraño mi caballo, mi rebaño y mi perro fiel, quiero volver sí, sí quiero volver. Con mis padres, mis hermanos, mis amigos, mis paisanos, yo quiero volver. Juliantla, ese pueblo en la montaña que de luz de sol se baña cada amanecer. Conocí París, Chicago,medio mundo, he sido un vago, mas hoy, quiero volver. Las manos apenas sostenían la martinera, dinero fácil, estaba tras la barra, atrapados en la coctelera, sus risas estallaban gracias a las mezclas. El poder de una coctelera agita el mundo interno de las personas. Durante mi estancia en bares, conocí personas que despreciaban el poder de una mezcla, personas como yo, con miedo siempre, probaban el licor solo, en las rocas o mezclado con agua quina o mineral. Una voz ronca interrumpió mis pensamientos.
—Quiero ver los fuegos que el Chino me dijo que haces.
Un enorme sombrero coronaba su cabeza, el estereotipo del narco eran enormes sombreros de mal gusto, joyas exageradas, camisas llamativas. Guarros con dinero, solo eso. Él iba más allá, tenía un sombrero bastante raro. Ojos verdes. Elegante, el tipo era elegante, una camisa de buen gusto. Los ojos se clavaban tan dentro como dos pedazos de afilado hielo que te ponían a temblar. En silencio formé 15 copas haciendo una torre, llené las martineras con ginebra, vermouth, arándano, limón. Calenté las copas, serví el líquido en la copa de la cima, el licor se derramó llenando las demás, la última copa estaba algo vacía, solucioné el problema echando cerezas marrasquino gigantes en cada copa para que se derramara un poco de líquido, la última copa casi llena. Encendí el fuego, después tomé una copa, la extendí sobre la barra. La tomó, bebió un par de tragos, dejó 10 billetes de 500 pesos sobre la barra, observé su rostro con algunas marcas. Varios hombres lo escoltaban, se perdió entre la fiesta. Sombrío, jamás lo olvidé. Tomé los billetes guardándolos en el escote. Limpié la barra en silencio, pasaban de las 7 de la mañana, me subieron a una camioneta, vendaron mis ojos otra vez. La oscuridad me reconfortó.
* Escritora. Autora de la novela "Señorita Vodka" (Tusquets).