Siempre he concebido a la literatura como rocío, una lluvia de posibilidades en la que cada gota es una ventana hacia mundos distintos, agua que sacia el hambre. Quiero contar una anécdota que sucedió durante la investigación para mi libro Sabores de Nayarit, que creo pertinente al hablar del hambre.
“También comíamos matahambre”, me decían las señoras en Huajicori, entre risas apenadas por la sencillez del guiso. Al estar brevemente en la casa de José Castañeda en el poblado llamado El Aserradero me contó: “Cuando no tenemos qué comer, hacemos matahambre, viera qué buena está esa chingadera”, me dijo con ojos iluminados mientras salivaba por el recuerdo. Nunca lo comí, solo me lo relataron. Cuando lo hice en casa, no pude sino estar de acuerdo con José Castañeda.
El hambre, esa sensación de vacío que nos alerta a nutrirnos, la voz del cuerpo diciendo aliméntame, es a su vez el llamado al deseo amoroso primordial. Apenas nos sentimos separados del vientre, buscamos la calidez acuática en la redondez del pecho de nuestra madre para mamar de ese blanco río, como si fuera un segundo cordón umbilical. No es solo la blancuzca emanación lo que nos alimenta, es el cálido contacto de la diminuta lengua con el palpitar del corazón, el calor y el aroma de la piel mezclada con el dulce de la leche, el succionar, paladear, percibir las texturas: terso el seno, rugoso el pezón, hacernos sentir partícipes de nuestra propia vida en un esfuerzo mutuo. Es bellísima la imagen inicial de la película El sabor de la vida (Tassos Boulmetis, 2003) donde unos senos redondos hinchados de leche con los pezones erectos, listos, emergen de la oscuridad iluminados; la siguiente toma es el rostro del beneficiario de esos senos: un bebé hambriento, llorando desesperado, ¿sería el vacío estomacal o de cobijo? De lo alto cae una ligera lluvia de azúcar sobre los senos; ese bebé muerto de hambre, desesperado, se prende a los senos y comienza a succionar.
¡Qué necesidad vital tan placentera! Desde este instante mágico surge el vínculo hambre-placer, de aquí que el acto de comer sea una experiencia sensual pura.
En el poema “Tus labios rojos” del libro Decir es desear, Alberto Ruy Sánchez escribe:
Agua,
hilitos de agua
que tocan la garganta
sin dejar de sentirse en los labios.
Agua
que pones en mi boca
con la tuya...
Sí, exaltación de los sentidos, elementos que entran a través del cuerpo, se deslizan, se pasean. Participan todos sin excepción, el tacto, el olfato, la vista, oído y, por supuesto, el gusto. Evocación a flor de piel. Desde el primer instante de nuestras vidas asociamos al acto de comer con la experiencia sensual. Solo así el hambre será satisfecha, de lo contrario habrá panzas llenas, almas hambrientas, desesperadas, atiborrando sus bocas sin saciarse.
Como lo describe Alma Vidal, poeta nayarita, en Sabores de Nayarit “la cocina es el corazón de la casa, de su latido sale el fuego sazonado de aromas, sabores y apetitos. Sin fuego no hay hogar; sin cocina, cualquier lugar que se habite podrá concebirse como un refugio, una estancia temporal, pero jamás será el espacio que posibilite un presente forjador de destino. Porque la cocina la llevamos guardada en la memoria”.
El placer culinario es el primer referente de plenitud, de jugar con los elementos hasta realizar alquimia, ¿quién de chico no jugó a hacer pasteles de barro? Bueno, creo que pronto tendremos generaciones completas que no lo hayan hecho, ahora solo juegan con tabletas electrónicas “dizque a hacer de comer”, donde se les priva de todo sentido. Del lodo, emanaba un aroma a tierra mojada, lo palpabas, jugabas con él hasta darle forma, observabas como la tierra seca trasmutaba a un elemento plástico con el agua. Esta experiencia y placer primigenio se encuentran en la memoria íntima del ser humano, de aquí que sea fuente inagotable de inspiración literaria, metáfora sin fin.
En el poema “Nado en tus aguas”, escribí:
Soy un bivalvo recién arrebatado del mar,
coronado por la blanca espuma.
Palpitante, abierto a ti
Encuentro en el acto de cocinar (no solo en el acto de comer) un reducto de humanidad, donde el actor debe excitar los sentidos: olfatear, tocar texturas, probar todos los elementos individualmente y la unidad de que se ha formado.
En El diario de Tita, de Laura Esquivel, la protagonista concuerda conmigo y expresa:
“Cuando uno más uno en verdad se unen, dejan de ser dos individuos separados para convertirse en un solo ser... Lo mismo sucede con el molcajete cuando uno prepara una salsa. Todos los ingredientes se integran en uno solo. Todas las cocineras sabemos que en el interior de las ollas suceden cosas maravillosas. Hay amor. Hay unión. Hay fuego. Hay pasión. Todo se disuelve. Todo se amalgama. Todo se transforma.”
Pero más allá de los hervores de las ollas todo inicia con el jugueteo de los elementos, como escribe Isabel Allende en Afrodita:
“Esta noche, como muchas sin amante,
haré pan, hundiendo mis nudillos en la masa suave.”