En la antigüedad, el hierro era considerado un regalo del cielo, ya que los primeros fragmentos conocidos provenían de meteoritos. Los herreros, maestros del fuego, eran vistos como alquimistas y chamanes, capaces de transformar dicho material en herramientas terrenales. Fue en este contexto mágico donde surgieron los primeros tratamientos térmicos, aunque en ese entonces se desconocía cualquier explicación científica sobre las transformaciones cristalinas del material (es decir, las estructuras microscópicas generadas por los átomos que constituyen una aleación).
Los primeros registros arqueológicos de herramientas férricas se encuentran en Egipto, datando aproximadamente del año 3000 a.C. Para el 1200 a.C., ya se conocían técnicas para transformar la superficie del hierro en acero mediante procesos como la fundición y el moldeo. Incluso los griegos hacia el año 1000 a.C., habían desarrollado métodos avanzados para endurecer armas de hierro utilizando variaciones de calor. Estas innovaciones hicieron posibles armas más resistentes y duraderas, marcando el inicio de un perfeccionamiento constante en su manufactura.

El proceso de creación del hierro en esa época era laborioso y artesanal. Una mezcla de material férrico y carbón de leña se calentaba en hornos cubiertos, donde, bajo altas temperaturas, el material se reducía a una esponja metálica impregnada de escoria. Esta masa incandescente se retiraba del horno y, tras eliminar las impurezas con herramientas pesadas, se martillaba hasta consolidar el material en una forma útil. El producto resultante era un hierro forjado con pequeñas impurezas, pero, por accidente, estas técnicas rudimentarias a menudo producían un acero auténtico, mucho más fuerte y versátil.
De esta forma, lo que comenzó como un arte místico, estaba evolucionando con el tiempo para lograr convertirse en una ciencia. Los asirios fueron los primeros en empuñar armas de hierro, marcando una nueva era en la historia de la guerra y la metalurgia. Sin embargo, la verdadera excelencia en la forja llegó con las legendarias espadas de Damasco, símbolo de perfección, técnica y belleza estética. Estas espadas, con patrones ondulados en su superficie, no solo eran resistentes y afiladas, sino que también estaban envueltas en reatos que las hacían creer casi mágicas. Sus primeras descripciones datan del año 540 de nuestra era, aunque su uso podría remontarse incluso a los tiempos de Alejandro Magno, en el 323 a.C.

Se dice que los herreros sirios forjaban estas espadas utilizando un acero llamado wootz, traído desde la India. El metal se calentaba al rojo vivo y se enfriaba lentamente para formar intrincadas estructuras internas. Luego, se trabajaba con martillos y rodillos, rompiendo las redes cristalinas para crear las características capas visibles a simple vista. El temple, tratamiento térmico usado para endurecer el material, era un proceso que no había logrando entenderse y se consideraba un ritual. Las leyendas de Asia Menor cuentan que las espadas se calentaban hasta alcanzar el color del sol naciente y luego se enfriaban al púrpura real, antes de sumergirlas en el cuerpo de un humano formido (generalmente un esclavo), creyendo que la fuerza del hombre se transferiría al arma. Sin saber que en realidad, en este proceso se estaría llevando a cabo un proceso de temple y carburado al material.
La fama de las espadas de Damasco no solo residía en su funcionalidad, sino también en su simbolismo. Se cuenta, que en una ocasión, Ricardo Corazón de León y Saladín, líderes de la Tercera Cruzada, compararon sus armas. Ricardo, con una espada tosca y pesada, destrozó una masa de acero de un solo golpe. Saladín, en cambio, demostró la sutileza de su hoja damasquina cortando un cojín de plumas con un movimiento suave. La habilidad de estas espadas para combinar dureza y flexibilidad era incomprensible para los europeos de la época, quienes tardaron siglos en desentrañar sus secretos para obtener la combinación adecuada entre dureza y tenacidad, marcando una cúspide en la historia de los tratamientos térmicos y la forja.
Por otra parte, la leyenda de los antiguos aceros toledanos cuenta que los herreros, sin más guía que sus ojos y su intuición, observaban el resplandor del acero para juzgar la temperatura ideal. Luego, sumergían las hojas en agua, marcando el tiempo con sus propias voces. No había relojes ni cronómetros; en su lugar, recitaban antiguas oraciones, versos cargados de oficio, o cantaban coplas que parecían entrelazar la poesía y la forja en un ritual casi mágico. Así, moldeaban el metal hasta convertirlo en algo digno de leyendas, obteniendo ingeniosas maneras de controlar la estructura interna del metal y mejorando sus propiedades.
El conocimiento sobre los metales dio un salto en el siglo XIX, cuando científicos como Michael Faraday y Jean Robert Brent comenzaron a analizar las propiedades del acero de manera sistemática. Faraday sugirió que pequeñas cantidades de sílice y alúmina podían ser clave en la calidad del acero, mientras que Brent descubrió la importancia de un alto contenido de carbono. Estos estudios marcaron el inicio de una nueva era, donde la ciencia reemplazó al misterio y permitió desarrollar materiales con propiedades específicas para distintas aplicaciones.
Hoy en día, sabemos que procesos como el recocido, el temple y el revenido alteran las fases cristalinas del acero, promoviendo transformaciones específicas como la formación de martensita o perlita. Estas transformaciones no solo mejoran características como la dureza y la resistencia a la deformación, sino que también logran un balance entre dureza y tenacidad, optimizando el rendimiento del material en aplicaciones exigentes.
El estudio científico de los tratamientos térmicos permitió comprender la importancia del enfriamiento controlado, la distribución del carbono y el efecto de elementos aleantes. Lo que alguna vez se realizaba con versos y observación del color al rojo vivo del metal, hoy se ejecuta mediante hornos programables, análisis térmicos, diferenciales y simulaciones computacionales.
Los tratamientos térmicos son una rama fundamental de la ingeniería de materiales. Desde herramientas modernas hasta las aleaciones más avanzadas, el conocimiento acumulado durante siglos sigue siendo la base de nuevas innovaciones. Sin embargo, la historia de los metales y las espadas de Damasco nos recuerda que la ciencia no solo es un conjunto de datos y fórmulas, sino también un viaje lleno de curiosidad, creatividad y asombro por los misterios de la naturaleza.
Autor: M. en C. Enrique Ordaz Romero, Facultad de Química, Departamento de Química Orgánica, UNAM
Editores científicos: Dr. Iván D. Rojas-Montoya, Dra. Sandra M. Rojas-Montoya
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