El cartujo se asoma al balcón y mira el mar; es de madrugada y la playa está casi desierta, no se escucha sino el murmullo de las olas —y de las voces y las risas de algunos pescadores. En unas horas todo será distinto, no habrá espacio vacío ni calma posible entre una multitud procedente, en su mayoría, del DF.
No le importa, no piensa abandonar su refugio en el vigésimo piso de un edificio en ruinas, sin elevador ni aire acondicionado pero con una vista privilegiada. Son días extraños, de inesperadas coincidencias. En una destartalada televisión ve Medianoche en París, homenaje de Woody Allen a la ciudad de la luz y a la Generación Perdida. Encuentra ahí a un taciturno Pablo Picasso, de quien hace poco leyó una anécdota en la autobiografía de María Félix (Todas mis guerras vol. III, Clío 1993).
Cuando filmaba en Francia Los héroes están fatigados (1955) con Yves Montad, esposo de Simone Signoret y gran amigo del pintor español, lo visitaban en su casa de Arlés. A la mexicana no le caía bien, por “pesado y arrogante”. Una noche fueron a cenar con él a un restaurante de la campiña, donde se le acercó un hombre con un dibujo hecho por su hijo.
“—¿Usted cree que sea tan bueno como un Picasso? —le preguntó.
Picasso lo vio un momento con interés.
—No lo sé —respondió— pero ahora mismo lo vamos a hacer un Picasso —y firmó el dibujo como si fuera suyo. El hombre se fue loco de alegría”.
La anécdota coincide con el deseo del amanuense de recorrer la muestra Picasso revelado por David Duncan, en el Palacio de Bellas Artes. Lo hará en cuanto regrese a la Ciudad de México, mientras revisa su ejemplar de El mundo privado de Pablo Picasso, del mismo autor (Ridge Press/ Novaro, 1958).
El subtítulo es elocuente: “La vida íntima del más grande artista del mundo a través de la fotografía”. Dividido en seis partes, el libro muestra al genio en su casa, con su esposa Jacqueline Roque, la hija de ésta —Kathy— y su compañerita Martine, dos perros —Lump y Yan— y una cabra. Con frecuencia llegaban amigos con quienes Picasso pasaba tardes enteras. Trabajaba de noche y se divertía de día. Los visitantes podían recorrer con entera libertad la casa y el jardín, pero no debían tocar ni mover nada de su lugar.
“Felizmente —escribe Duncan—, esta ley no se aplicaba a los niños ni a los animales. En el mundo de Picasso los niños nacieron para correr por él libremente. (…) Durante todos los meses que fui huésped de la villa, cuando Kathy y su amiga Martine, y más tarde otros niños, jugaban sin cesar, y Lump y Yan y la cabra jugueteaban por toda la casa, nunca oí decir ‘—¡No lo hagan!’—, ni vi que se castigara un niño o un animal doméstico… y nunca se rompió nada”.
El Picasso de Ducan no es pesado ni arrogante —aunque no oculta sus contradicciones. Es un hombre feliz de usar pantalones con rayas horizontales, disfrazarse de payaso, bromear con sus amigos y amar y comprender a los niños.
Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.