El cartujo llega sonriente a la última página de Esta soy yo, la autobiografía de Silvia Pinal publicada por Porrúa. En estos días de zozobra, de gritos y sombrerazos por el encuentro de Sean Penn con el Chapo Guzmán, a quien “los periodistas de verdad” le habrían hecho confesar hasta el tamaño del infierno si hubieran tenido la oportunidad de entrevistarlo, se refugia en esta historia de personajes entrañables, de anécdotas divertidas, aunque también de momentos dramáticos en la vida de la actriz: la muerte de su hija Viridiana; su exilio a Miami por una demanda interpuesta por Alejandro Gertz Manero; la mañana del 19 de septiembre de 1985, cuando se encontró con Emilio Azcárraga Milmo frente a los escombros de Televisa Chapultepec y vio sepultados los Televiteatros, donde representaba Mame.
La Pinal habla de su familia, de sus amores, de su carrera, de su relación con Luis Buñuel, quien la hizo famosa en el mundo entero. Reconoce a Germán Valdés Tin Tan como el actor más completo del espectáculo mexicano, recuerda los besos de Arturo de Córdoba, las maldades de Pedro Infante, la pasión del torero Paco Camino y muchas cosas más; todo —o casi todo— con desparpajo y buen humor.
Uno de los momentos más divertidos del libro es cuando rememora su relación con Diego Rivera, quien la pintó en 1956. “El maestro —dice— era un pillo coronado, y le encantaba escandalizar”.
Durante las sesiones para su retrato, permanecía durante horas inmóvil, mientras Rivera hacía sus trazos, silencioso, concentrado. Un día, inesperadamente, sin dejar de pintar, le preguntó si posaría desnuda. “Tal vez”, contestó con aplomo.
En otra sesión le dijo:
—¿Silvia, haría el amor con una mujer?
—Claro que no, maestro —le respondió con una sonrisa.
Diego, serio, absorto en sus trazos, le pidió:
—Por favor, no se mueva—, y sin abandonar el trabajo le dijo:
—Ah, pues debería usted hacerlo, es una cosa bellísima, es como un poema. Yo he visto a mujeres hacer el amor.
Lo escuchaba asombrada, siempre la sorprendía con sus ocurrencias o relatos, con sus salidas o preguntas inesperadas.
—Usted nunca conoció a Mussolini, ¿verdad? —le dijo otro día.
—No, maestro.
—¡Ah, era bellísimo! ¡Era el gigoló más inteligente que he conocido!
Hablaba con entusiasmo del Duce y le contaba de su poder de seducción, en especial con las mujeres.
—Cuando yo estaba pintando en París, cuando éramos pobres, él vendía condones por la calle —le decía, y ella lo escuchaba callada, sin moverse, admirada de la capacidad de invención del gran pintor mexicano.
Cuando el cuadro estuvo terminado, Silvia temblaba cuando le preguntó el precio; lo quería y estaba dispuesta a pagar una gran cantidad por él, aunque fuera en abonos, pero Diego le dijo:
—Pues fíjese que no, con eso de que hoy es su santo, ¿qué le parece si se lo regalo?
Queridos cinco lectores, acongojado y furioso por la destrucción del manglar de Tajamar en Quintana Roo y del convento de San Elías en Mosul, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.