En el capítulo 34 de Al este del Edén, John Steinbeck hace una reflexión sobre la vida y la muerte. Dice que los humanos están atrapados en una red del bien y del mal, donde se hallan sus pensamientos, ansias y ambiciones, su avaricia y crueldad, pero también su nobleza y generosidad. “No hay otra historia. Un hombre, después de sacudirse el polvo y las astillas de su vida, se enfrenta tan solo a estas duras y escuetas preguntas: ¿fue mi vida mala o buena? ¿Hice bien o hice mal?”.
Cuando un hombre muere, dice Steinbeck, desaparecen las envidias, y la vara para medirlo es: “¿Fue amado o fue detestado? ¿Con su muerte se siente una pérdida o una alegría?”. Entonces pasa a recordar que una ocasión cuando viajaba en barco, colgaron en un tablero la noticia de que había muerto el empresario más rico del mundo. Casi todos recibieron la noticia con placer. “Gracias a dios murió ese hijo de puta”.
Menciona también a un hombre que acaso cometió muchos errores, pero que dedicó la vida a que los hombres fueran valientes, dignos y buenos en una época que eran pobres y sentían temor, cuando fuerzas terribles se habían desatado en el mundo para utilizar sus miedos. Aunque tal hombre había sido odiado por unos cuantos, cuando murió la gente se echó a llorar en las calles. “¿Qué habremos de hacer ahora? ¿Cómo podremos seguir sin él?”.
Steinbeck está seguro de que los hombres desean ser buenos y amados. De hecho, la mayoría de sus vicios son fallidos atajos para amar. Cuando un hombre muere, sin importar su talento, su influencia y genio, si muere desamado su vida debió de ser un fracaso y su muerte ha de ser un álgido horror.
Me vino a la cabeza este capítulo 34 porque acaba de morir Mário Soares en Portugal. Vi pasar el cortejo y vi las muestras de cariño y respeto por quien fuera presidente del país. Un ciudadano valiente que estuvo varias veces preso en su lucha por la libertad. Un abogado e historiador con la sabiduría y los modos y la buena palabra de la vieja escuela. Un tipo derecho.
No pude evitar preguntarme con tristeza qué pasaría si por alguna calle de la Ciudad de México avanzara, tirado por dos caballos, el féretro de un ex presidente mexicano.
El mundo ha sabido faltarle al respeto a muchos cadáveres de jefes de Estado. Quizá en el último siglo el cuerpo más humillado haya sido el de Benito Mussolini, escupido, pateado, insultado, lapidado y colgado patas arriba en una gasolinera.
Qué bueno que al fin nos llegara un presidente que al morir nos hiciera preguntar ¿qué habremos de hacer ahora? y no reaccionar como lo hicieron los pasajeros del barco.
O, siguiendo con Steinbeck: “Me parece que si tú o yo debiéramos elegir entre dos cursos de acción o pensamiento, hemos de recordar que vamos a morir e intentar vivir de modo que nuestra muerte no le dé placer al mundo”.