Cada año pienso en Ismail Kadaré cuando se comienzan a barajar nombres para el Premio Nobel de Literatura. Hoy también pensaba en él, pero por su novela El nicho de la vergüenza. He aquí que en tiempos del imperio otomano existía en una plaza cercana a la iglesia de Santa Sofía un nicho en el que se exhibían las cabezas cercenadas de visires rebeldes o altos dignatarios caídos en desgracia. El sitio específico era un muro de la Puerta de los Cañones, en ese lugar que quienes han visitado Estambul mejor conocen como el palacio de Topkapi.
La cabeza del funcionario en turno no se dejaba a merced de la natural podredumbre. Recibía visitas médicas y cuidados diarios para mantener su aspecto lo más inmutable posible, hasta que llegase una nueva cabeza de otro oficial. Entre otros mimos, estos cuidados requerían una dosis de hielo y sal.
En una visita de conservación, Kadaré nos cuenta que “tras echar un vistazo a la cabeza”, el médico “empezó a palpar con sus dedos ágiles primero las sienes, después bajo los ojos y luego la garganta”. Limpia la cabeza con un algodón y le echa cierto líquido en los ojos; al final le da una cachetada que más parece una caricia y le dice: “Una maravilla, has quedado como nuevo”. De cualquier modo de vez en cuando llegaban emisarios del sultán para evaluar el trabajo del médico. ¿Por qué la piel lucía amarillenta? ¿Por qué los ojos se habían podrido tan pronto?
En México también conocemos el escarmiento de exhibir cabezas, las más célebres pendieron de la Alhóndiga de Granaditas en 1811; las más vulgares aparecen contemporáneamente con mensajes redactados con narco-ortografía. Suponemos, en cambio, que en el nicho de Estambul el mensaje estaría redactado en perfecto turco con primorosa caligrafía árabe.
“Esta es la cabeza del visir Bugrahan Bajá, condenado por el Sultán Soberano por haberse cubierto de oprobio en la guerra y ser derrotado por el traidor al imperio, Alí de Tepelena, ex gobernador de Albania”.
Las palabras “oprobio” y “gobernador”, que leemos en un texto junto al Bósforo en el siglo XIX, los mexicanos solemos aparearlas con frecuencia en una misma frase, idea, protesta o iracundia.
No sería simpático pedir la cabeza de uno de esos pillos en el sentido literal, pero metafóricamente las cabezas caen, ruedan, se cortan.
Los judíos han tenido durante siglos la tumba de Absalón para arrojarle piedras; nosotros nos ajustamos a una piñata o una quema de judas. Junto a la rotonda de las personas ilustres, ya nos va haciendo falta un nicho de la vergüenza, pues así como hay que recordar a los grandes personajes de la historia, también es bueno tener memoria para los villanos. A la rotonda se pueden llevar homenajes, flores y loas; al nicho, piedras, insultos y escupitajos.
Tristemente, no habría que hurgar mucho en nuestro pasado para darle al nicho más integrantes que a la rotonda. Así es que vayamos pensando en inaugurar en algún lugar público ese nicho de la vergüenza, o paseo de la infamia. Aprovechemos que ahora tenemos muchas ratas que podrían ir a montar personalmente su vergonzosa condecoración como si fuese estrella de Hollywood. Y da lo mismo, exactamente lo mismo, si el pueblo les paga la condecoración o ellos la costean de su bolsillo.