A la una de la tarde le pido al muchacho de la recepción que me abra la puerta del storage, es mi primer día en La Paz, Bolivia. Pienso en el recorrido que me trajo hasta aquí. La aventura comenzó en Arequipa, Perú; quise narrar los bellos paisajes de esa región del altiplano andino, pero me di cuenta que muy poco podría añadir a las crónicas, notas y reportajes que desde hace tanto tiempo se han hecho de este destino turístico, así como de mis siguientes paradas: Puno, Desaguadero, La Paz (solo unas cuantas horas en la terminal), Cochabamba y ahora de nueva cuenta en La Paz. Al igual que los incas en Arequipa, dejo apenas una huella de mi paso, así como yo guardo huellas de las personas que conozco en el camino; solo eso, lo verdaderamente único.
Mientras el muchacho de la recepción abre el cuarto de almacenamiento, le pregunto a mi compañera de viaje qué tan divertido le parecería trabajar en un hostal como en el que nos hospedamos, donde las fiestas nocturnas son diarias y a todas horas conoces gente de los más diversos países. Ella no dice nada, pero José —el chico de la recepción— asegura sin dudar: “es lo más relajado del mundo”. José, quien solo nos comparte su nombre de pila, trabajó un par de años para el gobierno y ahora es parte de la plantilla de este alojamiento.
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Después de unos minutos, nos da la llave de nuestro cuarto. Es el 28 de julio y en La Paz la gente transita tranquila, no obstante una movilización que se extiende por distintas calles y culmina en el Palacio Consistorial, en el centro de la ciudad: comerciantes minoristas gremiales se oponen a la modernización del sector, afirman que el reacomodo de puestos en nuevos mercados establecidos se ha prestado para actos ilegales, como la venta de los espacios por parte de algunos dirigentes.
La marcha me recuerda mi llegada a Perú. En Arequipa, el pasado 14 de julio, mineros y alcaldías se manifestaban por la reducción del presupuesto del canon minero, aseguran que los 16.4 millones de soles que el Ejecutivo asignó representa 93 por ciento menos del que les fue prometido a las municipalidades. Ninguna de las protestas me impidió gozar de esas dos ciudades.
En Arequipa disfruté de los majestuosos Valle y Cañón del Colca, en donde pude fotografiar a los cóndores que alzan su vuelo y hacer una torre de piedras para pedir un deseo en Caylloma, punto más alto del recorrido turístico (4 mil 300 metros sobre el nivel del mar), desde donde se admiran los tres volcanes que resguardan al Departamento de Arequipa: Misti, Chachani y Pichu Pichu; también se observan los otros colosos del Hualca Hualca, Sabancaya y Ampato.
La Paz me obsequió un desfile folclórico multicolor, en conmemoración de los 85 años de la autonomía universitaria, organizado por la Universidad Mayor de San Andrés de este Departamento boliviano, pero con la participación de instituciones académicas de todo el país. La entrada de los llamados “caporales” se realizó el 30 de julio —día final de mi travesía andina— a lo largo de algunas de las principales avenidas y con una energía especial: alumnos y profesores bailaban danzas tradicionales como si no se sintiera el frío de cuatro grados centígrados al caer la noche. Nuevamente me remonto a semanas anteriores: el 16 de julio, día de aniversario de La Paz, me tocó cruzar la frontera entre Perú y Bolivia vía terrestre por Desaguadero. Justo cuando el autobús donde viajaba se disponía a avanzar por el puente, un contingente de indígenas le impidió el paso. La ceremonia duró alrededor de dos horas, en las que grupos de etnias peruanas desfilaban hacia el lado boliviano, primero, y los paceños hacían lo propio hacia el lado de Perú. Con ello, se reafirma cada año la unión que existe entre los grupos étnicos de los dos países.
Faltan dos horas para partir con destino a mi vida rutinaria, de vuelta al mundo real, es sábado 30 por la noche. José entra de turno y no puedo evitar preguntarle qué lo llevó a tomar la decisión de abandonar un puesto seguro en el gobierno de su Departamento. Me cuenta que su familia siempre le insistió en tener un empleo en donde generara grandes ingresos para que en un futuro pudiera mantener a su familia. Soportó poco más de dos años, con un buen sueldo, pero no se le consideraba el pago de tiempo extra a pesar de que nunca salía a la hora establecida. Por eso, cuando un amigo lo invitó a trabajar en el hostal, mandó todo a volar y lleva más de dos años laborando aquí; no se arrepiente ni un poquito. José prefiere su libertad a seguir los cánones establecidos.
Ante los movimientos sociales que observo, tal cual sucede en la Ciudad de México, me doy cuenta que siempre, en todas partes, existe inconformidad en algún sector de la población —así como mi constante conflicto conmigo mismo por querer hacer de los lugares turísticos un tema original. Pero se trata de algo insoslayable: cada quien vive su experiencia de diferente manera. Junto con el desfile folclórico de La Paz, también culmina mi recorrido mochilero lleno de colorido y tradiciones prehispánicas. Así como los paceños disfrutan de las danzas y las vestimentas étnicas; así como José se siente libre de no estar bajo el yugo del sistema, así terminan las aventuras viajeras, con ganas de más, con una sensación de vacío, pero con el gusto de hermanarse con los demás, como humanos y habitantes del mundo. Como bolivianos y peruanos unidos por sus raíces incas.