En el Palacio con Madonna

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PEPE EL TORO ES INOCENTE

Jairo Calixto Albarrán


Es una parvada de monjas perversas entre las que destaca la que semeja una valkiria de ébano mismo, que se desliza por la pista con su musculatura feraz. Todas se detienen un momento ante los esbeltos y altos crucifijos de acero que las contemplan, cierran los ojos y oran. Al fondo se agolpan en tumulto imágenes que discurren sobre púlpitos lascivos, religiosidades bárbaras, dioses caídos y padres padrotes que ofician misas puercas. Las monjas trepan en los crucifijos y ejecutan un pole dancing impío pero sacro, donde sus cuerpos responden a las urgencias de la carne.

Es entonces que aparece María Madonna Verónica Louise Ciccione vestida para matar, toda tacones lejanos, fusta y afanes pecaminosos. Escruta a aquella feligresía ávida de humedades y fuego. Elige a la negra que tiene tumbao, le araña el encaje que es bonito pero no tan ancho. Madonna sube a las alturas del crucifijo usurpando el símbolo decididamente con blonda ambición, mientras la monja con el poder de su musculatura pulimentada hasta el exceso se coloca en posición vertical para poder recibir el peso completo de la diva, que la usa de atalaya móvil para desde ahí arrojarnos sus rudas herejías.

Reminiscencias del Girlie Show, en los tiempos en que las coreografías de La Chica material eran frenéticas, ahora que han abrazado un poco a la morigeración. Pero la ñora es la ñora y no hay nadie en el horizonte que sepa mover el abanico como ella, cuantimenos el cardumen de ninfetas seudopervert que quieren tomar por asalto su legado con sus provocaciones de utilería. Mientras Madonna se enfrentaba al puritanismo reaganiano e iba por la vida cosechando excomuniones, Katy, Taylor, Rhiana y Miley lo más que consiguen es incomodar al buen gusto.

No por nada, el slogan del Rebel Heart Tour afirma que ella es Madonna, perras, y ustedes no.

¿Qué acaso no saben quién es esa chica, señorita más bonita?

Y es que lo de Madonna ha sido profético, epopéyico y mayestático. Pero sobre todo icónico, y las pantallas vomitan un desmesurado recuento iconográfico de esta Rarotonga rubia de intensos luceros. Referencias edulcoradas al todavía proscrito libro Sex (todos sabemos que si lo abres se multiplican los orgasmos al tiempo que siente piedad por aquellos que tienen que pedir permiso para la ejecución de sus placeres), fotografías de maestros como Herb Ritts y Steven Meisel pasadas por el Photoshop, ella convertida en Frida-Marlyn-Dita (su personaje más brutalmente erótico y más piadosamente sensual). Madonna en todos sus formatos warholianos, basquiatescos, haringuianos, kahloescos, brechtianos y kandinskyanos.

Por eso hasta el Palacio de los Deportes, la gran concha percudida de cobre, fue colmada por sus creyentes que estaban desesperadamente buscando a Madonna. Miriadas de generaciones que han venido cultivando desde que era como una virgen y fue tocada por primera vez. Un público de toreros nada muertos que hacen del local un ruedo; de distintas versiones de la heroína como ambición güera de punzo cortantes pechos que le taladran los ojos a la concurrencia; de toy boys que cual enanos del serrallo vienen a rendirle culto a la señora de las casi seis décadas por dotar a sus disipadas vida de un acompañamiento musical deeper & deeper.

Tribus de mujeronas MILFeministas que se abren paso a tetazo limpio con el único fin de entregarse al aquelarre, like a prayers de la isla bonita que la reina encara con su bastión de guitarras, bailarines e insensata pasión. Ella es feliz sobre el escenario y con fervor la fanatizada lo agradece.

Sobre todo cuando aquel ser de luz y del averno, cuyos ojos han visto los sueños podridos del mundo, que ha descendido por el Stix y ha masticado todos los territorios del placer, derrama lágrimas con humildad frente a esa fanaticada que entiende su dolor, empática con su tragedia de madre que vive con dolor la desdicha de un mito aún más mexicano que el de Frida que tanto venera: cuando los hijos se van.

Las diosas también lloran.

Pero a ella lo que le gusta es rendirse ante Dionisio y desata los vigores de su repertorio para sátiros, y desató la orgifiesta más pagana posible: del cielo caen los demonios vestidos de flamenco fogoso y delirante; damiselas de pelo en pecho que en la cama con Madonna inventan coreografías para el amor desaforado y fou; seres de frac y sombrero de copa que encarnados en diapasón suben y bajan vertiginosos tocando, casi, a quienes los miraban con los ojos cuadrados.

Momentos idílicos: ella interpretando “True Blue” y “Love Don’t Live Here Anymore”; sus bailarines en onda rockabilly mostrando cuerpos ideados por una maquinaria feraz; las nuevas versiones de todos los clásicos que reavivan su espíritu, teniendo en “Voge” que, en su parte visual, en lugar de mostrar los rostros de las venerables figuras que ahí desfilan (Greta Garbo and Monroe, Deitrich and DiMaggio, Marlon Brando... Jimmy Dean) coloca imágenes de los personajes de “La última cena”. Así es la muchacha tan loca, por eso en uno de sus cuadros el baile del el alarido remata con el hiperrealismo sereno y evocativo de Edward Hooper. Madonna salpica de referencias culturales, aunque siga insistiendo que los diamantes son los mejores amigos de las mujeres. Quizá por ello compartió con toda la asistencia que su promesa para este año era buscarse hombres que tuvieran un verdadero empleo.

Pero el espectáculo era también el de los ávidos dedos que buscaban tocar los de ella, los ojos que le desnudaban el alma y que bebían de sus portentos. Y sobre todo aquel despiadado ejército de teléfonos e iPads que buscaban la selfie perfecta, la imagen precisa, el souvenir correcto. Un pirañesco catafalco de pantallas que se alimentan compulsivamente de aquello que prefieren capturar en vez de vivir con intensidad. De ahí que mientras grababa algunos pasajes del portentoso show de Madonna que es avalado de las pantallas por el desaforado Mike Tyson, que hace ver a los Orcos de Saruman como pollitos en fuga, me asomaba a la pasarela donde la ñora arrojaba a un tipo desde lo más alto de una escalera.

El amor es un perro infernal, decía con razón Bukowski, aunque si es verdadero, anunciaba Hemingway, puede ser más infinito que el odio.

Antes de celebrar emocionadamente con “Hollyday” y “Celebration”, un instante abrumador: Madonna se vuelve Edith Piaf (lo suyo son las chicas alborotadas, liberadas y trágicas) y canta “La Vie En Rose”.

Cuando todo termina, ella no vuelve a su jaula de oro y se eleva libre por lo aires hasta difuminarse, dejándonos en la escenografía agotada de tantas contracciones un mensaje final: “Bye, bitches!”.

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