Cultura

Salud por “mi briosa / raza de bailadores de jarabe”

  • Vesperal
  • Salud por “mi briosa / raza de bailadores de jarabe”
  • Tomás de Híjar Ornelas

A Carlos Martínez Assad,

jalisciense como el que más

Al tiempo que agoniza el 2021 y se dispone a nacer el 2022 se componen estos párrafos, dedicados a Jalisco y su capital, apelando todavía al centenario de la composición de ‘La suave patria’ y del reconocimiento que en ese contexto tuvo el arte popular mexicano gracias a la participación de los tapatíos Gerardo Murillo, Roberto Montenegro y Jorge Enciso, entre junio y septiembre de 1921, centenario de la consumación de la independencia de México.

Echamos mano para eso aquí al verso que dedicó a Jalisco –sin mencionarlo, pero con toda la intención de que así fuera– el vate jerezano Ramón López Velarde. Y es que ya para esas fechas la danza ‘jarabe’ gozaba de cabal salud gracias a la participación que en ello tuvo en 1870 el tapatío Jesús González Rubio (1804 – 1874), autor del Jarabe Tapatío (1870) y el éxito póstumo que alcanzó con esa danza a partir de 1910, luego de su presentación en el Teatro Coliseo de la capital de la república, que le dio sobre otros aires populares de aliento coreográfico un aliento que ya nadie le ha disputado.

El ‘Jarabe tapatío’ recupera la virtud que ya para entonces gozaba en el pueblo el gusto por el bailable sobre tarimas de madera encima de hoyos en el subsuelo y a cuenta de bailadores que terminarán vistiendo los trajes de charro y de china Poblana para interpretar una suerte de ritual de cortejo amatorio al tiempo que la pareja en contienda se fundan como lo hacen en el acto final.

La evocación que en la transición del 2021 al 2022 hacemos aquí del jarabe no es ociosa ni accidental. Nace de la necesidad de explicar un poco el protagonismo que alcanzó en su tiempo este lar –Jalisco y su capital Guadalajara– en la forja de lo es hoy México hace un siglo largo y lo que ha de afrontar en lo que le falta por recorrer desde tal nomenclatura.

Según nuestras cuentas, por circunstancias diversas, menos caprichosas y arbitrarias de los que con una visión simplificada conjeturamos, el laboratorio de la república mexicana alcanzó en Jalisco su expresión más diáfana gracias al engarce que en su capital tuvieron Oriente y Occidente desde las rutas del Galeón de Manila y de la Carrera de Indias, toda vez que desde la una produjo, gracias a la feria de Tepic, el artewixárika, y desde la otra, merced la experticia de los ceramistas de Tonalá y San Pedro Tlaquepaque, la loza de Guadalajara.

En otras palabras, esta ciudad, fenicia para bien y para mal, ‘república de españoles’ en un archipiélago de ‘repúblicas de indios’ –sólo en la parroquia de Zapopan, en los vientos norte, noreste y noroeste llegaron a ser 15 de ellas en el siglo XVII, la de este nombre y las de Zoquipan, Tesistán, Nochistlanejo, Nextipac, Copala, San Juan de Ocotán, Jocotán, Mezquitán, Ixcatán, Atemajac, Santa Ana Xonacatlán, Epatlán, San Cristóbal de la Barranca y San Esteban–, se pudo fundir antes que en otros ámbitos de lo que hoy es México, la esencia de su cultura.

De modo que al cerrar este año de centenarios el saldo que nos deja haber sido la cuna del Imperio Mexicano –el 14 de junio celebramos el bicentenario de su nacimiento en el marco de la jura que del Plan de Independencia de la América Septentrional que de forma corporativa hizo antes que nadie la Diputación Provincial de Guadalajara en 1821– y del que se avecina respecto al nacimiento de la república mexicana –que nació por acá el 16 de junio de 1823–, nos sigue colocando, con todo lo que eso implica, como tajamar del primer puente globalizado que hubo en el mundo.

Tomás de Híjar Ornelas



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