Le debo a Mónica del Arenal el privilegio de haberme relacionado con el apenas fallecido arquitecto Erich Coufal (Viena, 1926). Con él se va una era que sentó sus reales en el Valle de Atemajac en la segunda mitad del siglo pasado, en el marco de un desarrollo vertiginoso y optimista alentado por el entusiasmo al que se apeló en Occidente para maquillar las horrorosas cicatrices de la Segunda Guerra Mundial.
Tuve el privilegio de recorrer a instancia suya su aposento - despacho, más cercano en la ambientación a una celda monacal que a un aposento palatino, en su ´domicilio particular del Country Club, en Zapopan. Escuché de sus labios lo que muchos otros habrán sólo leído: que a la edad de 11 años, formando parte del Coro de los Niños Cantores de Viena, conoció Guadalajara, donde se presentaron en el Teatro Degollado, y se quedó con un recuerdo muy grato de ella, apelando al cual, cuando supo que un arquitecto tapatío, Ignacio Díaz Morales, de paso por Viena en busca de mentores para una Escuela de Arquitectura que planeaba establecer, le pidió la oportunidad de echar su cuarto a espadas en el Nuevo Mundo; que ya por acá, desde los postulados desatados por Walter Gropius en la escuela de oficios y diseño Bauhaus (Casa de la Construcción) en Weimar, implantó ejemplos conspicuos de ese movimiento artístico, medular para el arte moderno, y empeñado en conferirle a las bellas artes y a las artesanías un valor simétrico al de la producción industrial.
Y así fue como arribó a Jalisco, en 1950, el joven austriaco: con las secuelas del campo de batalla en el cuerpo, la buena disposición para impartir en la Escuela de Arquitectura de la UdG las cátedras de dibujo, maquetas y composición hasta 1964, y en el alma la capacidad de fundir, como lo hizo, la música y el dibujo con la arquitectura, dedicándonos su talento obras tan cimeras como la Torre Minerva, el Teatro Experimental de Jalisco, el edificio original de la Facultad de Contaduría Pública de la UdG, la Casa de las Artesanías Jaliscienses y el edificio del Banco Industrial de Jalisco.
Hace unos días, soñando lo que podría ser un corredor cultural que rescate la visión colosal que sembró hace sesenta y tantos años en lo que fueron los patios del ferrocarril tapatío la generación de la que Coufal era el último sobreviviente, la doctora Patricia Rosas, del CUAAD, el editor y diseñador gráfico Rodolfo Sánchez y yo, intentamos acercarnos a este último monumento, que hoy usufructúa la Fiscalía General del Estado, comentando lo conveniente que sería redimirlo para usos culturales. Nos lo impidió un empistolado con uniforme, quien de manera cortés pero enérgica nos pidió que volviéramos sobre nuestras pisadas porque a decir suyo el sitio era de alto riesgo para la gente pacífica –como si hubiera uno que ahora no lo sea–.
Aunque menos sórdida, la suerte de los otros monumentos de Coufal no es menos mala ni dejará de serlo mientras la voluntad política de los gobernantes no le devuelva a la cultura el rango que alguna sí vez tuvo.