A la memoria de Fernando Carlos Vevia, en el primer aniversario de su fallecimiento
Y parió la abuela. Así decimos por acá cuando a una noticia mala se le empalma otra pésima.
Esto, a propósito de la extinción, por Decreto Presidencial, el pasado 2 de abril del 2020, de siete fideicomisos a cargo de la Secretaría de Cultura Federal, cinco bajo el argumento de haber agotado ya sus recursos, pero dos con una hucha de casi 700 millones de pesos: el que se creó para la construcción del Centro Nacional de las Artes y el más pingüe, el del Fomento y la Conservación del Patrimonio Cultural Antropológico, Arqueológico e Histórico de México, a cargo del INAH (Fideinah).
Sin entrar al fondo de la decisión, creemos que eliminar, arguyendo manejos turbios y opacos, herramientas jurídicas diseñadas para garantizar el derecho constitucional a la cultura, no se resuelve centralizando partida presupuestales bajo el ardid de suprimir aquellos, y no pasa de empeorarlo todo, pues echa fondos públicos al lomo del tortuguismo burocrático central.
Añadamos a ello que endosarle a la cultura antes que a otro rubro recortes presupuestales de los muchos que se avecinan, equivale a decretar la muerte por inanición de un ámbito de trascendencia indiscutible (la Secretaría de Cultura) aunque entre nosotros todavía volátil y etérea.
Si para no quedarnos con un sabor amargo vemos en lo que viene un desafío, propongo aquí lo que en mi recuerdo dejó Fernando Carlos Vevia Romero (1936-2019), maestro de la palabra y de la vida, un sabio que sin haber nacido en México echó raíces en Guadalajara 44 de los 82 años de su existencia temporal, consagrándose al magisterio y a la escritura como sólo un humanista de cepa puede hacerlo, esto es, dominando las lenguas clásicas y modernas pero con un fin íntimo y público: contagiar a todos los que tuvimos la suerte de acercarnos a él que la única forma de legitimar la esencia profunda de la ‘cultura’ es la de alcanzar gracias a ella la congruencia de vida y la hombría de bien.
Predicar con el ejemplo fue lo que distinguió a este gestor cultural de la cepa más pura y lo hizo sembrando en sus pupilos, en el aula y en la convivencia fuera de ella, interés, respeto, acogida y bondad; fue lo suyo hacer vida la palabra en la que creyó y su sabiduría práctica vivir correctamente, tomando distancia del erudito enciclopédico y engreído y del ventajoso y ruin.
Digamos, en síntesis, que de nada sirve ser culto si ello no optimiza nuestra humanidad y que mientras sigamos etiquetando bajo el rubro ‘cultura’ las pretensiones egóticas de artistas ávidos de aplauso, reconocimiento y ganancia material (incluyó entre esta fauna a los ‘investigadores’, ‘académicos’ y ‘científicos’ que sólo buscan hacer fortuna), en lugar de generar desde la educación con el ejemplo una cultura que dé como resultado amor a la sobriedad, al recato, a la justicia, al bien y a la belleza, quitarle ‘cajas chicas’ a los malos administradores –como lo aquí comentado–, a la postre no pasará de ser más que otro atentado al derecho a la cultura.