Este 14 de diciembre del 2020 comenzó la cuenta regresiva para recordar en Jalisco el aniversario 250 del arribo a Guadalajara de Fray Antonio Alcalde, O.P., su benefactor supremo y XXV obispo, al frente durante dos décadas de una circunscripción que abarcaba en el último tercio del siglo XVIII más de un millón de kilómetros cuadrados, siendo por eso la más extensa de la diez diócesis sufragáneas de la de México.
En realidad, Fray Antonio arribó a las goteras de la ciudad episcopal tapatía, la villa de San Pedro Tlaquepaque, desde el 12 de diciembre, fecha guadalupana clave para entender el desarrollo de una gestión tan insólita como larga para un varón septuagenario, al tiempo de ocuparse de asumir esta encomienda y más que cascado en su complexión debido a un régimen de vida más que austero en todo: dieta, atuendo y costumbres.
Gracias al cuidad que tuvo de llevar un registro exacto de cómo gastó cada peso del enorme caudal que tuvo a su cargo, la cuarta parte del diezmo, que entonces ascendía a la fabulosa cantidad de 60 a 90 mil pesos anuales, sabemos con precisión que su programa siguió este derrotero: vivienda digna para las familias sin techo, fuentes de empleo para los desempleados, planteles y mentores para varones y mujeres, comedores públicos en tiempos de hambruna, escolaridad de la elemental a la superior y luego de una pandemia terrible, la atención integral de la salud, y todo ello sin mengua de su competencia más cercana: la atención pastoral de miles de almas diseminadas en la inmensidad de ese territorio.
Fray Antonio Alcalde sucedió en Guadalajara al jurista don Diego Rodríguez de Rivas, que murió el 10 de diciembre de 1770, luego de un ministerio apenas un sexenio si descontamos los poco menos de dos años que van de su elección a su arribo a la capital de la Nueva Galicia, proveniente de la diócesis que gobernó una década, la de Comayagua.
No fue la de don Diego una gestión cómoda. Le tocó ser testigo impotente del extrañamiento (destierro al extranjero con uso de la fuerza pública) de los jesuitas y del abandono en que quedaron las misiones de Sonora y de las Californias y la educación media y superior. También, de la vuelta de tuerca que por acá echó el despotismo ilustrado con un ariete de la talla del Visitador José de Gálvez, a quien don Diego, caso único, interpeló sin miedo ante el Monarca.
De cómo fueron los preludios de la separación entre el altar y el trono baste aquí recordar la denuncia que en contra de Fray Antonio levantó en 1777 el primer regente de la Real Audiencia de la Nueva Galicia, Eusebio Sánchez de Pareja, muy molesto por el desaire que consideró le hizo el dominico presentándose a su ceremonia de recepción “de redondo y no con capa magna”, sólo que a diferencia de don Diego, fray Antonio supo esquivar tales lances con cachaza, bondad y hombría de bien.