La mañana del 7 de agosto del 2019, al tiempo de cumplirse 227 años de la salida de este mundo, cuando ya rebasaba la edad nonagenaria, de un varón cuya salud corporal, salvo su mente, era tan frágil como para considerar en su caso que dejar de existir era ya, en sentido estricto, descansar en paz, tuvo lugar una guardia de honor en la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres de los cabildos civil y eclesiástico de Guadalajara, en la que se dio cuenta del póstumo y merecido reconocimiento de una comunidad a su más preclaro benemérito, fray Antonio Alcalde. Sabemos por las crónicas que el 9 de agosto de 1792, día de su sepelio, los tapatíos de entonces, más de veinte mil, se volcaron a las calles para al menos ver pasar su cortejo fúnebre, cuyo punto de partida fue el sitio donde hoy se alza la Presidencia Municipal. La ruta que siguieron al norte, de poco más de un kilómetro en línea recta, se detuvo en el recinto donde el recién fallecido dispuso se inhumara su cuerpo, el santuario de Guadalupe, corazón de un barrio popular modélico, conocido como de las casitas o cuadritas –así en diminutivo–, tanto porque constaba de 16 manzanas más enjutas a las habituales como por albergar en 158 casas vecindades 1500 viviendas familiares, complementadas con un jardín y su fuente de agua potable, escuelas para niños y niñas, cementerio y el conjunto hospitalario más grande de América, del Real de San Miguel de Belén, hoy Antiguo Hospital Civil Fray Antonio Alcalde. La deuda de la ciudad con él la resumió a la vuelta de medio, en 1842, su biógrafo Mariano Otero, según el cual “al morir el señor Alcalde pudo muy bien considerar que nos legaba la segunda ciudad de la Nueva España, porque la Guadalajara de entonces era ya en realidad la Guadalajara de hoy”. Atento a ello el Ayuntamiento tapatío de 1892 cerró los actos públicos del primer centenario de la muerte de Alcalde dándole su apellido a la calle por donde circuló el aludido cortejo, misma que se transformó en avenida cuando los gobiernos estatal y municipal se aliaron para modernizar la ciudad demoliendo con saña implacable y barbárica las construcciones antiguas. Doscientos veinticinco años más tarde una coyuntura peculiar da a estas corporaciones ocasión de reparar algo del estropicio, pues eso debe ser el espacio público de dos y medio kilómetros con los monumentos más preclaros de nuestra historia situados a su vera, hoy denominado Paseo Fray Antonio Alcalde. Mucha voluntad política y visión de largo aliento requerirán en las próximas horas los miembros del colegio edilicio que han de darle vida a una Fundación cuyo cometido esencial ha de ser librar dicho Paseo de intereses ventajosos, mezquinos y atrabiliarios para convertirlo en un modelo de corredor cultural gracias al cual los vecinos y visitantes de Guadalajara conozcan y aprecien la vocación de casa común que le dejó como destino quien hasta hoy ha sido el mejor gestor de su bienestar, el obispo Alcalde.
El Obispo Alcalde
- Vesperal
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Tomás de Híjar Ornelas
Ciudad de México /