Este 5 de octubre del 2021, en horario casi en idéntico, se ofreció por acá dos actos de diversa índole pero con elementos comunes. Uno en el atrio de la basílica de Zapopan, otro desde las redes sociales de la Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco: la primera fue la presentación en espacio abierto de la cinta ‘La llevada y la traída’, de Ofelia Medina, y la segunda una conferencia, ‘La exposición de Arte Popular de 1921, obra de tapatíos’, a cargo de Juan José Doñán.
En el filme vimos un meticuloso registro de sonidos, ritmos, texturas, colores y sabores del paisaje emocional tapatío que siempre han estado allí y se remontan a nuestras raíces más antiguas y venerables desde la llevada y la traída de la Virgen de Zapopan.
En la ponencia escuchamos un discurso que mostró con pelos y señales cómo fue posible hace cien años que tres tapatíos, Gerardo Murillo, Roberto Montenegro y Jorge Enciso, elevaran el arte popular mexicano (en especial el de Jalisco) al rango de eslabón de una red merecedora de toda atención y respeto.
Ahora bien ¿coinciden en algo el culto popular a la Virgen de Zapopan y el arte popular mexicano? Sí, en la cosmovisión amerindia o indocristiana, de la que algo diremos aquí.
Supongamos que lo más valioso de la cultura mexicana sea el haber surgido de la savia de las comunidades que habitaban el macizo continental americano en 1519 y de la cepa que se injertó en su suelo feraz a golpe de acero o de coa luego de la caída de Tenochtitlán en 1521.
Consideremos ahora que algo en ello tuvieron qué ver frailes mendicantes de la talla de Toribio de Benavente, rebautizado en náhuatl Motolinia, es decir, pobre.
Concluyamos ahora que la versión indocristiana del Evangelio haya sido adoptar la pobreza como plan de vida que evita expoliar a la naturaleza, que reconoce a la tierra como Madre, que no acumula más de lo indispensable.
Y si tal pudo ser la visión sagrada de los pueblos de indios, desde el septentrión hasta el ámbito boreal del Nuevo Mundo, ¿asumir la pobreza no como una plaga (miseria, devalimiento, menesterosidad), sino como la capacidad de poseerlo todo en común no fue acaso la esencia que hace dos mil años le granjeó a un judío marginal (John Paul Meier dixit) y de oficio carpintero (más cercano al albañil de nuestros días que al especialista en trabajos sobre madera que conocemos), de sus discípulos, pasar, luego de su afrentosa muerte, a ser tenido como el Mesías, el Cristo, el Ungido? ¿Y hace 800 no pasó lo mismo con Francisco, el hijo de un comerciante acaudalado de Asís, Pedro Bernardone?
Merced a la pobreza evangélica, afirmamos aquí, las culturas indígenas ya sedentarizadas o afines a ello embonaron con el cristianismo. Este, por su parte, puso en su amasijo la levadura que hasta entonces les había impedido madurar, la fraternidad, que les inocularon los misioneros de las órdenes mendicantes que tomaron en serio los postulados del Nazareno al tiempo que la Cristiandad eurocéntrica, consumida por el materialismo, en especial el del clero encumbrado, se hacía añicos.
Y siendo la cultura mexicana, gracias a las comunidades amerindias, el crisol donde se amalgamaron por primera vez Oriente y Occidente, recuperar su esencia en tiempos de pandemia y pos capitalismo fueron datos que escarcharon los dos productos aquí aludidos.
Tomás de Híjar Ornelas