Política

Libertad con sabor a sandía quemada

  • Me hierve el buche
  • Libertad con sabor a sandía quemada
  • Teresa Vilis

El día que empecé a vapear fue uno de esos días grises, de esos que parecen escritos por un novelista con cruda. Todo empezó con el ruido estridente de la cafetera, el agotamiento mental acumulado y la sensación de que todo el mundo esperaba que yo hiciera algo heroico, como arreglar el universo en ocho horas laborales. Entre las órdenes, los suspiros y un correo que enumeraba una enorme lista de pendientes, apareció el vapeador. No lo estaba buscando, pero ahí estaba, sobre la esquina de una mesa, brillando con la promesa de algo estúpidamente tentador.

Nunca me interesó dejar el tabaco, aclaro. Fumar me parece un vicio honesto, con siglos de historia, el respaldo de la literatura y la elegancia de los villanos del cine. Pero este aparato, esta memoria USB gigante con la capacidad de soltar nubes con aroma a postre barato, me resultó curiosamente atractivo. La idea de aspirar sin ser detectada, de transgredir sin consecuencias aparentes, me pareció el tipo de desafío que mi agotado cerebro estaba dispuesto a aceptar.

Le di la primera calada. Sabe a lo que huele un juguete nuevo sacado de su empaque de plástico. Eso no me detuvo. No era el sabor lo que buscaba, sino esa extraña emoción de poder hacer algo que no debería. Fumar en la oficina sin que nadie me dijera nada. Vapear en un avión como si fuera un espía encubierto en misión secreta. Soltar vapor en la cena familiar sin que mi tía levantara una ceja. Era un pequeño triunfo en un mundo lleno de derrotas cotidianas.

Me convertí en una de esas personas a las que siempre critiqué. Vapear no era necesario, no sustituía nada, y ahí estaba yo, aspirando vapor como si de eso dependiera mi tranquilidad mental. Por un tiempo funcionó. Me sentía un poco más libre, un poco más lista que los demás. Hasta que un día llegó la factura: una bronquitis de esas que parecen diseñadas por la misma vida para recordarte que nada es gratis.

Diez días de toses infernales y de maldecir cada calada con aroma a sandía sintética. Diez días para reflexionar sobre el tipo de decisiones que uno toma cuando está al borde del colapso. Y lo peor de todo: diez días para darme cuenta de que el vape no era mi bandera de libertad, sino mi cadena más reciente. Una cadena con luces LED, eso sí, pero cadena al fin.

Lo que realmente me hierve el buche no es solo mi evidente incongruencia –al fin y al cabo, ¿quién no tiene sus momentos de hipocresía ilustrada?–, sino el ingenio perverso de un sistema que nos vende estas ilusiones empaquetadas como transgresión. Vapear no es rebeldía, es marketing disfrazado de humo. Lo malo es que caemos. Todos caemos.

Así que aquí estoy, escribiendo estas líneas con los pulmones un poco más claros y la cabeza un poco más lúcida, preguntándome qué otras tonterías me esperan en este mundo donde todo, absolutamente todo, es una trampa disfrazada de elección. Al menos, esta vez aprendí algo: no todo lo que se puede fumar debería fumarse.

Si creen que voy a tirar mi vapeador, se equivocan. Lo tengo guardado, como quien guarda una carta perdida de un ex. No para volver a usarlo, sino para recordar lo simple y peligroso que puede ser sentirse libre mientras inhalas nubes químicas y haces bocanadas de autoengaño.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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