Cuando tenía cuatro años descubrí que la lluvia podía ser sinónimo de muerte. Íbamos en el coche. Mi madre sostenía a mi hermano, que entonces era un bebé. Fue en la glorieta que más tarde sería ocupada por los huesos de metal que llaman Arcos del Milenio, una escultura absurda que costó millones de pesos. El agua empezó a entrar por las puertas. Alguien gritó. Tal vez fui yo. Desde entonces, cada temporal en Guadalajara me recuerda que esta ciudad no se ahoga por la lluvia, sino por su estructura malhecha.
A mí me sigue gustando la lluvia. Por nostalgia. Porque es hermosa. Porque trae el olor a infancia, a vacaciones, a tardes con mi prima Andrea. Éramos niñas. Platicábamos en mi cuarto mientras llovía durante horas. Mirábamos el cielo caerse desde una ventana grande, creyendo que todo estaba bien. No sabíamos nada de lo que ocurría afuera. De las casas que se llenaban de lodo. De los árboles que se desplomaban sobre techos frágiles. De los cuerpos que se llevaba el agua.
Desde hace mucho lo sé. Sé que cada año se caen los árboles enfermos, esos que nadie revisa antes del viento. Que cada año se inundan las mismas calles, las mismas colonias. Que hay más de 500 puntos de riesgo mapeados. Que el drenaje no sirve. Que los cauces se taparon. Que las autoridades lo saben.
Porque se puede prevenir. No evitar la lluvia, que es tan inevitable como el paso del tiempo, pero sí evitar las tragedias. Tirar los árboles podridos antes de que maten. Limpiar los canales. Reforzar los bordes de los ríos urbanos. Reubicar casas construidas sobre ríos desaparecidos. Nada de eso requiere magia. Solo voluntad.
Este año, en La Martinica, murió una bebé de tres meses. Una barda vencida por el agua. Un escándalo breve. Luego, lluvia de nuevo. Funcionarios consternados. Una consternación que dura lo mismo que un boletín de prensa.
Mientras tanto, siguen ahí las banquetas rotas, los pasos a desnivel que se convierten en trampas y las casas de interés social plantadas donde antes corrían arroyos. No hay memoria institucional. La escena se repite exactamente igual desde hace décadas, como en homenaje a la película El Día de la Marmota.
Lo que indigna no es que llueva, ni siquiera que se inunde. Lo que irrita es saber que todo esto se puede evitar. Que cada tragedia tiene nombre y dirección desde antes de que caiga la primera gota. Que lo que se arrastra no es solo lodo, sino la certeza de que nadie en el poder va a hacer nada, otra vez.
Guadalajara no se inunda solo porque llueve mucho. Parece que prevenir no es prioridad. Es más cómodo reaccionar que actuar a tiempo. Es más fácil culpar al cielo que hacerse responsable de quienes viven en las zonas más olvidadas.
Y sí, aún me encanta la lluvia. Pero cada vez que veo el cielo partirse en dos, sé que alguien no regresará a casa. Esa certeza me ensucia el recuerdo. Por eso, desde un cuarto seco, con la memoria goteando, me hierve el buche.