El gran problema de un país que se divide es que sus habitantes terminan por no compartir valores que son absolutamente esenciales para preservar la estabilidad democrática. Quienes cuestionan de raíz al “sistema”, en oposición a aquellos que aceptan consciente y voluntariamente lo que podríamos llamar las reglas del juego, estarían dispuestos a desmantelar ese orden establecido y a sustituirlo por otro modelo, así sea que en el camino se sacrifiquen libertades, derechos y garantías.
El temor al totalitarismo no es algo tan evidente, señoras y señores, aunque a muchos de nosotros nos inquiete grandemente que la deriva populista de algunos países desemboque en regímenes autocráticos marcados por la adoración al caudillo de turno. Hay naciones en las que casi ni te enteras de quién es el sujeto que gobierna y en otras al mandamás no sólo te lo encuentras hasta en la sopa sino que te ves obligado a renunciar a tu soberanía individual para rendirle pleitesía. De paso, cualquier manifestación del pensamiento crítico es vista como un acto de deslealtad a la gran causa que proclaman los heraldos del régimen y los disidentes son perseguidos de oficio en su atribuida condición de traidores.
México está dividido entre los seguidores de Obrador y quienes no simpatizan con el actual presidente de la República pero existe además un profundo descontento de millones de ciudadanos porque se sienten excluidos en una sociedad injusta y desaforadamente desigual. El tema, con todo, no sería la relación entre la riqueza de algunos y la pobreza de los otros. La cuestión es qué tan pobres son los que están abajo en la estructura social y, en ese sentido, la realidad de los millones de mexicanos que sobrellevan las durezas de la miseria es una auténtica vergüenza nacional, por no hablar de que la pobreza extrema es, en sí misma, muy costosa para un país en términos económicos: el Estado debe dirigir ingentes recursos a sectores sociales básicamente improductivos.
El gran tema, sin embargo, es cómo resolver tan morrocotudo problema o, dicho en otras palabras, cómo lograr que millones y millones de individuos tengan acceso a un mayor bienestar. Y ahí es precisamente donde advertimos posiciones muy encontradas y ahí es también donde se manifiesta más evidentemente el rechazo de unas colectividades hacia las otras. Sería el sempiterno enfrentamiento entre “ricos y pobres”, desde luego, pero enarbolado de alguna manera por el régimen de Morena y llevado al terreno de las políticas públicas implementadas por la actual Administración. Se ha satanizado así oficialmente el “neoliberalismo” que hubieren adoptado como modelo de desarrollo los pasados Gobiernos de México y se promueve ahora un modelo de repartición de dineros públicos en beneficio de los grupos más desfavorecidos, los jóvenes desempleados entre ellos. Se impulsan también inversiones para fortalecer un sector petrolífero estatizado cuya naturaleza sería tan estratégica, emblemática y simbólica para la nación mexicana que se proclama abiertamente un mentado “rescate de la soberanía”.
En el polo opuesto se encuentran los que argumentan que la riqueza se debe primeramente generar antes de pensar siquiera en repartirla. La mera formulación de esta receta —“generar riqueza”— les resulta sospechosa y hasta repudiable a muchos connacionales porque la reducen a un asunto de que “los ricos van a ser más ricos”. Y, a la vez, viene siendo muy difícil hacérsela tragar al empleado que recibe una paga raquítica por laborar, digamos, en una hamburguesería o por entregar pizzas a domicilio. ¿Cuál riqueza? Parecería explotación pura y simple, más bien. Abuso perpetrado, justamente, por “los ricos”, gente despiadada y usurera. ¿En una economía de salarios miserables puedes promulgar que el mercado es el que reparte bienestar?
Vivimos en una sociedad descontenta y el resentimiento de millones de mexicanos ha encontrado un eco en el discurso oficial. Por eso no resultó tan costosa políticamente, ni en términos de aprobación ciudadana, la cancelación del proyecto del aeropuerto que se estaba construyendo en Texcoco. Era, en su momento, la obra pública más grande e importante que se estaba haciendo en América Latina. Trabajaban allí miles de operarios, entre albañiles, técnicos, ingenieros y proveedores de servicios. Se iban a generar decenas de miles de nuevos empleos. Se pretextó, sin embargo, que la ubicación no era adecuada, que había mucha corrupción y que era una empresa faraónica. Pero el mensaje subyacente era otro: iba a ser un proyecto para “los privilegiados”, o sea, para los que “viajan en avión” siendo que la mayoría de los mexicanos no ha realizado jamás un traslado aéreo.
El problema es que el tiempo ha pasado y que la economía está comenzando a cobrar factura. Más allá del posible dilema entre crear riqueza o repartir la que hay, llegará el momento en que al Gobierno no le alcanzará el dinero para distribuirlo ni tampoco para emprender proyectos de dudosa rentabilidad financiera. Ah, pero seguiremos divididos y enfrentados de todas maneras.