El futbol mexicano es un tanto extraño, hay que decirlo. No me refiero a las formas que exhiben los jugadores en la cancha, ni a la fórmula adoptada de celebrar dos torneos cortos, ni a lo benignas que resultan las condiciones para colarse a la mentada Liguilla, ni al desempeño de los árbitros, ni a las publicidades que obstruyen las pantallas en las transmisiones de los juegos, ni a la galopante contratación de jugadores suramericanos (por eso soy seguidor de mis Chivitas, amables lectores, porque juegan con puro azteca certificado y eso, miren, con todo y que el nacionalismo me saca urticaria, al igual que el patrioterismo ramplón), ni a la asombrosa irregularidad de los equipos, ni a la desenfrenada comercialización (algo que apruebo rotundamente en mi condición de neoliberal de clóset), ni, finalmente, a la violencia que estamos viendo en los estadios aunque, ya pensándolo bien y luego de haberles asestado a ustedes tamaña parrafada, el conjunto de estos factores sí le imprime a nuestro balompié un sello, digamos, un tanto especial.
Pero no, lo que creo que nos mete ruido a muchos de los aficionados es el formato, decidido por los mandamases de doña Federación, de excluir pura y simplemente a los equipos de la llamada “División de Ascenso”, justamente, de ascender. Hubieran podido ponerle otro nombre y, caramba, la patria en su conjunto les estaría reconociendo mayores cotas de honestidad en estos mismísimos momentos. Digo, a la tal Primera no le endilgaron algo así como “División de Descenso”, ¿o sí?
Pero, lo que sea de cada quien, son coherentes: los de arriba no bajan y los de abajo no suben. Simple asunto, entonces, de cambiar la nomenclatura: ¿Qué tal con bautizar a esa categoría presuntamente ascendiente con el término “Segunda División” y sanseacabó? El futbol europeo está plagado de segundas divisiones y no sólo no ha habido disturbios sociales por esa razón sino que es el mejor de todo el planeta.
La antedicha Federación dictó hace ya algún tiempo una sentencia aniquilante: durante cinco años —una eternidad, con perdón, aunque la letra del tango la multiplique desenfadadamente al proclamar que “veinte años no es nada”— los segundones no iban siquiera a aspirar a colocarse en la máxima categoría (así le dicen). Varios clubes expresaron firmemente su inconformidad pero un tribunal deportivo de cuyo nombre no quiero ni pretendo acordarme los puso en su lugar (la división de ascenso de la que nadie asciende, o sea) restregándoles en sus narices que los dictados de los señores directivos de arriba se ajustaban de manera terminante a las normas en vigor.
Se pretexta, para la declarada imposición de las restricciones, que los equipos de abajo, pobretones y sin infraestructura, han llegado inclusive a no sufragar la paga de sus jugadores. Pues sí, pero ¿acaso no vivimos en la República de “primero los pobres”? Nuestro presidente tendría que reparar este entuerto, señoras y señores, aunque lo suyo no sea el balompié sino el beisbol. ¿O no?
Román Revueltas Retes