En septiembre de 2007 publiqué una versión más extensa de este artículo, en el que hablo de las diferencias irreconciliables entre los que votaron en 2006 por López Obrador y los que votamos contra él. Quiero recuperarlo ahora porque me parece que explica un poco el origen de una izquierda anómala, populista y de raigambre nacionalista revolucionaria que logró engatusar a legiones de personas que provenían de partidos tradicionales de izquierda socialista.
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Lo difícil no es estar con los amigos cuando tienen razón, sino cuando se equivocan. —André Malraux
Fueron pocos en el mapa de la izquierda mexicana los que supieron remontar al credo estalinista y castrista que infectó a las agrupaciones políticas de izquierda, marxistas y no, socialistas o comunistas. En el antiguo Partido Comunista Mexicano regía el centralismo democrático, que no era sino un eufemismo para disfrazar la toma de decisiones unilateral del comité central. Hoy, después de la disolución de gran parte de la izquierda en el Partido de la Revolución Democrática, éste se conduce exactamente como lo hizo durante setenta años el Partido Revolucionario Institucional, instituto político que nutrió con sus centenas de tránsfugas a aquel otro que se presume de izquierda.
Nada más triste que perder un amigo –y no me refiero a la muerte de alguno de ellos, sino a su alejamiento, a su silencio total. Si antes de las elecciones de 2006 las discusiones sobre este tema entre amigos, familiares, colegas y extraños eran un tanto acres, después de que el candidato perdedor alegara un fraude nunca probado los desencuentros acabaron, muchas veces, en rupturas definitivas. Debo a López Obrador el distanciamiento o el franco rompimiento con amistades y conocidos con los que llevaba una relación intelectual más o menos frecuente y enriquecedora.
Un escritor muy celebrado por sus seguidores contraculturales me dijo que creía en la honestidad esencial de López Obrador, al que eximía de los palmarios actos de corrupción de sus colaboradores más cercanos. Un periodista, directivo de un semanario de variedades, se negó a publicar mi artículo La izquierda está en otra parte después de habérmelo solicitado, aduciendo que varios socios de la revista daban por hecho que el de Macuspana ganaría las elecciones. Numerosos escritores y artistas suscribieron encendidas proclamas contra el fraude en las que acusaban al candidato panista de haber declarado una guerra sucia contra el candidato de la izquierda. Su irritación se debía a que también ellos daban por sentado el triunfo de López Obrador y, con él, la anhelada victoria del pueblo, tras siglos de explotación, sobre las oscuras fuerzas de la reacción y el neoliberalismo. El ascenso al poder de Felipe Calderón significaba poco menos que la instauración de una dictadura como las de Franco y Pinochet —jamás como las de Castro o la que se avecina de Chávez. Sus argumentos no eran racionales y al parecer no les importaba que el candidato juarista esgrimiera un programa nacionalista revolucionario ni que estuviera rodeado de viejos priistas hipócritas y corruptos.
Puede perdonársele a un artista o a un poeta su visceral apasionamiento en torno al mito del fraude y sus exaltadas emociones en relación con términos como derecha y neoliberalismo. Lo verdaderamente desconcertante es la postura de académicos e intelectuales a los que diversas instituciones universitarias les pagan por pensar, esto es, por la producción de conocimiento. “Yo jamás discutiría con un panista”, me confesó un (ex)amigo sociólogo que, como yo, se había alejado de la militancia comunista, desencantado, como tantos otros, del socialismo real y sus crímenes atroces contra millones de seres humanos. Escritor y poeta también, el sociólogo había elaborado una singular tesis sobre la poética de la decadencia en la que dejaba ver su escepticismo por la vía socialista hacia el progreso y pugnaba por una aceptación inteligente, sensible y beligerante del fracaso de las revoluciones y de las utopías. Poco después se confundía obnubilado entre las vociferantes masas obradoristas que vitoreaban al líder mussoliniano en el zócalo capitalino y defendía con digna fiereza la tesis del fraude. El inexistente fraude se volvió un incuestionable dogma de fe. Después de intensos debates con él y otros amigos, decidieron un buen día dar por terminada la polémica en torno al conflicto postelectoral. “La discusión contigo se ha agotado”, me dijo elegantemente el sociólogo. Otra académica simplemente dejó de responder los correos electrónicos. Lo siento, pero más por ellos. Como López Obrador, mandaron al diablo el pensamiento racional y decidieron abrazar el pensamiento mágico. De ahora en adelante tendremos que hacer más caso al aforismo del sabio Cioran que afirma: “Siendo la amistad incompatible con la verdad, solo el diálogo mudo con nuestros enemigos es fecundo”.