Entre los asuntos públicos que se han mantenido como una prioridad durante las últimas décadas en la agenda del gobierno, destaca por supuesto el problema de la inseguridad pública que lamentablemente se ha venido recrudeciendo en el país. El de la inseguridad es uno de esos asuntos públicos que mantiene un típico comportamiento de los temas “incubados” en la agenda pública. Es decir, asuntos vinculados a problemas reales con un elevado nivel de complejidad que los vuelve prácticamente irresolubles y que, de tiempo en tiempo, ante la presencia de ciertos acontecimientos particularmente violentos, vuelven a llamar la atención de la opinión pública por algún tiempo –se habla y polemiza en torno a ellos y suelen ocupar las ocho columnas de los medios impresos–, para luego volver nuevamente a un estado de “incubación” en la agenda pública. Eso fue precisamente lo que observamos la semana pasada con la quema de algunos vehículos y bloqueos de calles y avenidas, presuntamente realizados por miembros del crimen organizado en reacción a un operativo militar.
Es por esta condición que guarda el problema de inseguridad, que lo ocurrido la semana pasada demanda asumir una perspectiva de larga duración que vaya más allá de los puntuales informes sobre el operativo militar y sus resultados. En esta perspectiva se inscribe el análisis de Fernando Escalante Gonzalbo (Nexos, agosto 2022), del cual comparto un breve extracto en el que advierte del error inicial en el diagnóstico en torno del fenómeno de la inseguridad que continúa arrastrándose: “Según lo que se puede saber a partir de unos pocos trabajos etnográficos, algunos reportajes serios, en la práctica no era del todo fácil identificar al enemigo. En todas partes había numerosos actores armados con intereses distintos, que actuaban con lógicas distintas: contrabandistas, talamontes, guardias blancas, secuestradores, pandillas de adolescentes, autodefensas, policías comunitarias, guerrillas, actores todos que mantenían relaciones complicadas, ambiguas o contradictorias con la población local. Eso quiere decir que a veces no se podía distinguir realmente a “la sociedad” de “los delincuentes” (pág. 24). .
Roberto Arias de la Mora