Algo tenemos que aprender de la resistencia frente a la arbitrariedad, mirando de cerca el temple que se requiere para sobrevivir a la tragedia que significa la injusticia de la justicia mexicana.
Durante casi veinte años, Israel Vallarta Cisneros fue privado de toda libertad. Durante ese tiempo no pudo tomar decisiones tan básicas y cotidianas como elegir los alimentos que deseaba consumir, la hora en que le habría gustado levantarse de la cama o la manera como habría preferido celebrar cada aniversario.
Quienes estamos fuera de la prisión damos por sentado una enorme cantidad de privilegios que las personas recluidas extravían.
Juzgado como un demonio malévolo —antes de ser sentenciado— le fue negada la voz para defenderse: “En algo andaría metido, porque de otro modo no habría ido a dar tras las rejas”. Esta es la frase que se repitió hasta la náusea, inclusive cuando su ex novia, Florence Cassez consiguió su libertad hace ya doce años.
Vallarta no fue condenado por un tribunal, sino por el poder, por Genaro García Luna, entonces el policía superdotado, por Eduardo Margolis, un personaje cuya siniestra influencia destruyó su vida y la de su familia, por la arrogancia mediática que incluso ayer volvió arremeter contra su persona.
El aparato represor no sólo quiso descuartizarlo a él, sino también a sus seres queridos, cuya vida, antes de esta arbitrariedad, no tenía ningún vínculo con el crimen.
La Procuraduría General de la República se inventó cargos para encarcelar a René y Mario, hermanos de Israel, y también a Juan Carlos, Alejandro y Sergio, sobrinos suyos, con tal de dar veracidad a la falsa banda bautizada por la imaginativa autoridad como Los Zodiaco.
Israel también fue castigado cuando lo apartaron de sus hijos, Brenda e Israel, a quienes no pudo ver crecer. Tras diecinueve años de una vida mutilada, ambos acudieron, siendo ahora adultos, a la puerta de la cárcel para abrazar la liberación de su padre.
¿Por qué razón Florence Cassez fue liberada antes que él? Para responder a esta pregunta es necesario denunciar el funcionamiento de las instituciones mexicanas dedicadas a perpetuar la injusticia.
Florence logró salir libre porque era francesa, porque contó con la asistencia legal de un país extranjero y su embajada, porque fue representada por un abogado, entre los más prestigiosos del país, y porque su detención arbitraria implicó costos elevados para el gobierno mexicano, frente a la comunidad internacional.
Importa igual el hecho de que los fabricantes de este caso hayan decidido ensañarse con la familia Vallarta para mandar un mensaje a sus potenciales detractores.
Felipe Calderón, García Luna y sus cómplices necesitaban demostrar su poderío, querían infundir miedo para inhibir la revuelta de las miles de víctimas que produjo la falsa guerra contra las drogas.
La larga jornada de Vallarta durante todos estos años lo convierte en un admirable resistente. La víctima que sobrevivió al autoritarismo continuado, a la policía que tortura sin consecuencias, al Ministerio Público que se dedica al montaje criminal, a los jueces que son veleta movida por el humor político de los tiempos.
Su causa fue también herramienta de un presidente que ignoró la prohibición republicana que lo obligaba a no intervenir en las responsabilidades de otro poder.
Vallarta fue uno más entre los sacrificados de la demagogia punitiva, tan en boga en 2005, cuando fue detenido, como sigue sucediendo veinte años después. Uno de los tantos seres humanos inmolados ante el altar de la prisión automática, aplicada a una marea de gente inocente.
Él fue incinerado sin piedad por la narrativa demagógica que festina la multiplicación de las penas, de los reos, de las cárceles, así como del uso de la fuerza desproporcionada —militar y policiaca— que aún se pasea por nuestras calles.
Para comprender la causa de la injusticia es necesario disputar la legitimidad social del abuso de autoridad que implican las detenciones arbitrarias, el suplicio inquisitorial, la manipulación de los testimonios y la obtención ilegal de las confesiones.
Israel Vallarta es el caído de un montaje que no sólo es judicial, porque igual es el montaje de la falsa democracia mexicana y sus fantasmales derechos humanos.
Ayer, Israel Vallarta consiguió la libertad gracias a que contamos con algunas instituciones que funcionan. Cabe celebrar la mutación del Instituto Federal de la Defensoría Pública que desde hace pocos años se divorció del poder político para darle dignidad a las personas que defiende. Lo mismo debe festejarse la decisión de la jueza del tercer distrito penal de Toluca, Mariana Vieyra, que tuvo el coraje de reconocer que las pruebas presentadas contra Vallarta carecían de verdad.
En contraste, hay que reclamar a la Fiscalía General de la República (FGR) —encabezada todavía por Alejandro Gertz Manero— quien, sabiendo inocente a Vallarta, optó por abandonarlo como si se tratara de un desperdicio humano.
En vez de ordenar una investigación contra los fabricantes de este caso, Gertz decidió protegerlos hasta el punto de volverse cómplice. En efecto, la fiscalía de la cuarta transformación es orgullosamente heredera de la Procuraduría que le antecedió.
Después de ayer, la liberación de Israel Vallarta es una promesa para otras personas, víctimas de las grandes mentiras jurídicas que dominan a la justicia mexicana; las víctimas de la fabricación de culpables y los chivos todos expiatorios empleados como elenco para el espectáculo mediático que, cual cortina de humo, ha servido durante demasiado tiempo para que los verdaderos secuestradores y otros criminales peores continúen operando en absoluta libertad.
Sin la participación de algunos medios y de muchos periodistas adictos a la falsificación de la verdad, la corrupción y la delincuencia habrían sido desterradas de mi país hace ya mucho tiempo.
Dos recomendaciones para comprender la dimensión del caso Vallarta: El Teatro del Engaño de la periodista Emmanuelle Steels y Novela Criminal del escritor Jorge Volpi.
