El encuentro entre el virtual presidente electo AMLO y el ex candidato presidencial del PRI José Antonio Meade es una señal de civilización política, de transición tersa, que va más a allá del ámbito protocolario. Como en su momento lo será un posible encuentro con Ricardo Anaya.
“Invité a José Antonio Meade a desayunar aquí en la casa, porque nobleza obliga. José Antonio, el domingo primero de julio, fue el primero que también me habló para reconocer que habíamos triunfado y decirme que nos fuera bien porque de esta manera le va a ir bien al país”. Posteriormente lo calificó como una persona “decente, buena y honorable”.
Quienes hemos tenido la oportunidad de conversar durante años con AMLO, esos tres calificativos son sumamente escasos en sus conversaciones y únicamente los reserva para personas que realmente concitan en su trato esa percepción. Es decir, no fueron adjetivos producto de la demagogia o la lisonja barata.
En lo personal, también creo que Meade fue el mejor candidato que el PRI pudo haber postulado para lanzar una señal de cambio y acercamiento con una sociedad agraviada por la corrupción, el hartazgo y la violencia, solo que la marca “PRI” no le ayudó, con las consecuencias conocidas.
En los tiempos líquidos que vivimos (Zygmunt Bauman), donde estructuras sociales rígidas e instituciones políticas verticales se colapsan en poco tiempo por los efectos corrosivos de una globalización depredadora y el poder reticular de las tecnologías de la información y la comunicación, es más fácil construir un partido a partir de un movimiento social (los casos de En Marche, Podemos y Morena), que cambiar la historia de una organización política a partir del prestigio personal de un candidato.
El encuentro entre ambos personajes generó algunos comentarios de rechazo, desde quienes vieron en ello “la prueba” de un pacto inconfesable hasta los que consideraron una claudicación ante la mafia del poder; sin embargo, debemos considerar que unos son los tiempos de campaña, donde prevalece la diferenciación y la polarización, y otros muy distintos los tiempos de gobernar, donde se busca la conciliación, la coincidencia y la convergencia.
Ahora bien, más allá del encuentro AMLO-Meade, lo importante para Morena y el resto de los partidos en México es reflexionar sobre las causas de la derrota del PRI.
Después de haber perdido la Presidencia de la República en el año 2000, el PRI logró sobrevivir y reconstruirse a partir de los gobiernos estatales.
Regresó al poder en 2012 y, en alianza con el PAN y el PRD, impulsó un programa de reformas estructurales que parecían consolidar sólidamente su dominio.
Sucedió entonces lo impensable. En el otoño de 2014 se concatenaron tres eventos que golpearon el fuselaje central del sexenio: Ayotzinapa, la casa blanca y la caída de los petroprecios. Posteriormente, dos reformas semiparalizaron la economía: la fiscal y la energética, por los altos costos sociales generados. Todos estos factores pasaron su factura al PRI en la reciente elección y ahora enfrenta el reto de su reconfiguración.
Morena llega al gobierno con un capital y unas expectativas muy altas. El reto es dar resultados en el combate contra la corrupción, la inseguridad y la falta de desarrollo. Si lo logra habrá superado la prueba de gobernar en tiempos líquidos, si no, cualquier serie de eventos adversos, tropiezos o errores podrían regresarnos a la oposición en pocos años. Se trabaja para concretar el primer escenario y dejar lo segundo como algo hipotético, como posibilidad lejana, no como probabilidad cierta.
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