La sensación del estreno de El Joven Frankenstein fue brillante. Un equipo de profesionales cada uno más experto que el otro, trabajando juntos, es algo conmovedor. Porque esta industria se hace de ego, y para que todos esos egos se pongan al servicio de un producto se necesita arrebato; sacarse de las entrañas lo mejor y ponerlo en manos del otro. Como dicen que es la guerra: lo importante es salir de ahí todos o quedar todos, pero no dejar a ningún soldado detrás.
Así se sintió tras bambalinas cuando el martes cayó el telón y El joven Frankenstein quedó oficialmente inaugurada. Los vi discutir, sufrir, salir a tomar aire; desear, argumentar, quedarse a deshoras a seguir ensayando pasos de tap. Los vi sufrir con el maquillaje, los vestuarios, los peinados y las caracterizaciones; los vi pedir mejores iluminaciones, cambiar contenidos y revisarlos una y otra vez. Los vi cantar, ensayar, discutir. Los vi cansados, felices, llorosos. Y el martes, al final, los vi abrazados, sabiendo que acababan de hacer algo que en México se antojó imposible mucho tiempo: el gran musical, con la gran inversión de recursos y talento, en un teatro mexicano.
Los vi. Estuve ahí como traductor y adaptador, al servicio de las ideas originales de Mel Brooks y la visión de Freddy Ortega, dos comediantes. ¿Quieren saber un secreto? Piensan muy parecido. Porque aunque ustedes no lo crean, Mel Brooks es bien alburero. Muchos de sus chistes tienen un enorme contenido sexual oculto. Participar en ese encuentro, como árbitro armando un rompecabezas entre comediantes, es un enorme privilegio que siempre voy a agradecer.
Mascabrotherizar a Mel Brooks y Melbrookizar a los Mascabrothers. Ese fue mi trabajo en El joven Frankenstein y me siento muy orgulloso del resultado. Mucho más, después de ver lo que hicieron: le dieron vida, como al monstruo. Y al final, el martes, los doctores y doctoras Frankenstein de esta compañía se abrazaron para celebrar. Yo solo puedo decir: gracias Alex. No se la pierdan, por ningún motivo.
