En estos tiempos difíciles he recordado que en la casa de mi infancia estaba prohibido enfermarse.
No lo decían así mis papás, pero el mensaje era claro: el que se enferma, a su cuarto y ahí, con unas medicinas, se las arregla. Hasta la fecha, ignoro si nuestra salud era de hierro o nuestros cuartos recintos blindados capaces de curar la enfermedad.
No les miento. Si le resto la alta vejez, cuando se desvencijaron hasta reducirse al polvo, mis padres nunca fueron a un hospital. No se usaba, te morías y ya.
Hablo de mi familia. Mi padre una vez enfermó y casi deja la vida en un hospital por una pancreatitis cuyas causas eficientes fueron el alcohol y los agobios que le provocaba Rubén Zuno Arce que, por cierto, sí estaba enredado con el narco, me consta, pero sigo.
Mi madre se aventó a pelo, así se decía entonces, menopausias y males hormonales, y hasta un pequeño accidente vascular que le dejó la boca chueca uno o dos meses; luego, su boca volvió a ser la misma que me besaba en las noches antes de dormir. Ni de chiste el hospital. Salvo esos incidentes, prohibido enfermarse.
Cuando enfermé en mi vida adulta y tuve que pasar por hospitales, quirófanos y camillas me parecieron siempre una ofensa personal esas adversidades de la vida. ¿Y el cuarto blindado?, pensaba yo, antes de que la anestesia hiciera su efecto.
Uno llega a creer algún día que heredará la fortaleza, o la debilidad, de su padre y su madre. Error. Nada que ver: no se hereda el azar, la genética no decide a nuestro favor ni en nuestra contra. Pero en casa se sabía: prohibido enfermarse.
Un ejemplo sencillo: nunca fuimos, hasta muy avanzada edad, al dentista. ¿No me creen? Mi madre tenía una placa preciosa completa pegada al paladar y mi padre se fue quitando diente tras diente con los dedos índice y pulgar hasta quedar chimuelo. Qué facilidad para arrancarse los dientes. Yo ya era adulto y me quedaba frío cuando mi padre decía: mmm, se me cayó otro diente; para él todos eran dientes.
No nos critiquen demasiado; sí, fuimos una tropa de gitanos salvajes. Prohibido enfermarse, digo en las madrugadas, a eso de la cuatro de la mañana, cuando despierto con miedo.
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