Durante mucho tiempo Roberto Montenegro fue un pintor incomprendido al que consideraron poco trascendental porque sus obsesiones estéticas se enfocaban en intereses que no correspondían con el fervor revolucionario de su época: la lucha agraria, el derecho del obrero y el arte para el pueblo.
Plagada de influencias en su momento vanguardistas, que iban del simbolismo, al art nouveau, al art decó y al cubismo, donde con maestría incrustó elementos folclóricos, fantásticos y hasta homoeróticos, la obra del artista refutó cualquier intento de encasillamiento y dio cuenta de un discurso de innegable sensibilidad y valor estético, cuyo eje conductor siempre fue su aventurada pasión creadora.
Nacido en Guadalajara, en 1881, Roberto Montenegro crece en una familia acomodada y hereda su amor por el arte gracias a uno de sus tíos, quien le da sus primeras lecciones de pintura. A los 14 años comienza a ilustrar algunas publicaciones en la Perla Tapatía. Más tarde se muda a la Ciudad de México, donde estudia en la Academia de San Carlos bajo la tutela de Julio Ruelas, Germán Gedovius y del catalán Antonio Fabrés.
Ahí comparte clases con una de las generaciones más prolíficas de artistas plásticos mexicanos, aquella que da más renombre y presencia internacional para la cultura del país, entre quienes destacan Saturnino Herrán, Ramón López, Benjamín Coria, Armando García Núñez, Diego Rivera y José Clemente Orozco.
En 1904 a Antonio Fabrés le preguntan su opinión sobre su alumno tapatío, a lo que sin titubear, responde: “Montenegro tiene una personalidad artística enteramente propia. Es muy elegante, siente poéticamente, y su fantasía es exquisita. Todas estas cualidades tiene que depurarlas y robustecerlas con un estudio obstinado. Su ideal debe ser conquistar dos cualidades que le faltan: la verdad, la fuerza. Poseyendo estas virtudes, será una gloria para el Arte”.
Tres años después, en 1907, como muchos pintores de esa época, Montenegro viaja a París para inscribirse en la École des Beaux Arts y en L’Académie de la Grande Chaumière para mejorar su técnica. En la capital francesa, gracias a su talento, es contratado como ilustrador por el diario Le Temoin, donde hace migas con el influyente Jean Cocteau.
Tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, deja Francia para instalarse algunos años en España. En 1921 regresa a México y José Vasconcelos le confía la creación de varios murales en la Secretaría de Educación Pública, así como en la escuela Benito Juárez, la Librería Iberoamericana y la Escuela Nacional de Docentes.
En 1934, es nombrado director del Museo de Artes Populares de Bellas Artes, donde continúa sus creaciones artísticas. Como escritor y crítico, junto con otros creadores contemporáneos, trata de desviar la atención del arte europeo para presentar el arte popular mexicano al público.
Su vasto cuerpo de trabajo incluye pintura, grabado, ilustraciones de libros, viñetas, vidrieras, textos y escenografías. En vida, Roberto Montenegro no logra con facilidad el reconocimiento oficial, ni de su persona ni de su obra. Deseaba el mismo trato que se le daba a otros artistas de su generación, como a Diego Rivera, con quien mantuvo una vida paralela no carente de ambigüedades y una prudente distancia.
El tapatío sentía que se le escatimaban méritos a su pintura y a su labor como protagonista legítimo de la Escuela Mexicana de pintura. Sin embargo, las distinciones y reconocimientos le llegaron tarde. Mientras que a Diego Rivera se le otorgó el Premio Nacional de Arte en el año 1950, él tuvo que esperar diecisiete años más para recibirlo. Un año después de obtener dicho galardón, muere el 13 de octubre en la Ciudad de México.