La primera versión cinematográfica de El halcón maltés de Dashiell Hammett, pregunta el lector? No es la de John Huston de 1941, con Humphrey Bogart y Mary Astor. Antes hubo una, Satan Met a Lady, filmada en 1936 por William Dieterle, que, fuera de dar a Sam Spade el nombre de Ted Shane (Warren William), a la vampiresa Brigid O’Shaughnessy el de Valerie Purvis (una Bette Davis que, como femme fatale, resulta… fatal) y de sustituir la estatuilla de marras por una cornamenta de carnero rellena de piedras preciosas, narra la misma historia. Y antes incluso —en 1931— hubo una de Roy Del Ruth, con Ricardo Cortez y Bebe Daniels. ¿La primera versión de Casino Royale? Sin Daniel Craig en el papel de 007 pero con David Niven (y Peter Sellers y Ursula Andress y un largo etcétera, todos identificados con el número emblemático del
agente secreto en un afán por
confundir al enemigo… y al espectador de esta parodia enloquecida de la novela de Ian Fleming). ¿Primera versión de La mosca? No la de David Cronenberg de 1986 con Jeff Goldblum sino la de Kurt Neumann de 1958 con Vincent Price. Y, sólo para nostálgicos, ¿primera de Ocean’s Eleven? No Steven Soderbergh, 2001 (con George Clooney, Brad Pitt y Matt Damon), sino Lewis Milestone, 1960 (con Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr.).
Todos estos remakes guardan algo en común: resultan superiores a las versiones originales, por lo que es comprensible que sus productores hayan decidido volver a filmar esas historias. E incluso existen cintas que, si bien impecables en su versión original (El hombre que sabía demasiado de Alfred Hitchcock, de 1934, con Leslie Banks y Edna Best; Caracortada de Howard Hawks, de 1932, con Paul Muni), fueron objeto de nuevas versiones (El hombre que sabía demasiado del propio Hitchcock, de 1956, con James Stewart y Doris Day; Caracortada de Brian de Palma, de 1983, con Al Pacino) que, sorpresa, terminarían por erigirse en versiones consagradas, definitivas.
No es ése el caso de la recién estrenada Asesinato en el Expreso de Oriente de Kenneth Branagh que, pese a ello, resulta no sólo correcta y entretenida sino por momentos —como el largo plano secuencia en que Branagh observa desde fuera el microcosmos contenido en el tren— brillante. No puede, sin embargo, competir en voltaje estelar con la primera versión, de Sidney Lumet, de 1974: Penélope Cruz, Willem Dafoe, Judi Dench, Johnny Depp, Michelle Pfeiffer y el propio Branagh son excelentes actores y presencias atractivas pero ¿cómo podrían alcanzar el talento y el brillo de Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Sean Connery, Albert Finney, John Gielgud, Vanessa Redgrave y Michael York, todos grandes, todos icónicos?
No es mero asunto, sin embargo, de estrellas alineadas en la marquesina. Donde Lumet otorga complejidad y profundidad a todos sus personajes — sin por ello hacer menos al Hercule Poirot de Finney, el principal, y delicioso como tal —, Branagh se engolosina como director con su propia actuación (es él el nuevo Poirot, y está muy bien) en detrimento del resto del elenco, a los que reduce a meros tipos. Y, peor, donde Lumet crea una sintaxis fílmica precisa y eficaz, en que cada toma y cada corte están al servicio de una historia contada al trepidante ritmo del tren, la cámara de Branagh erra y yerra, recetándonos ora tomas cenitales sin otro propósito que mostrarnos que es capaz de concebirlas, ora una secuencia de persecución más bien flácida que sitúa afuera del tren sólo en aras del reflejo banal que lleva a pensar que la mejor forma de que una película basada en una obra teatral se salve de ser teatro filmado es sacar a los personajes del escenario principal.
¿La condeno entonces? No. Y no sólo porque la disfruté —soy puntilloso, casi como un Poirot enfrentado a un nudo de corbata imperfecto: la película funciona— sino porque, enfrentado a ese disfrute —incongruente con la admiración que me produce la versión de Lumet—, pude llegar a una conclusión útil: un remake de una película que ha alcanzado ya su versión definitiva es válido ya sólo porque actualiza la historia para una nueva generación y la expone a ella. ¿Cuántos millennials han leído a Agatha Christie? ¿Cuántos tienen acceso a la filmografía de Lumet? ¿Para cuántos exudan los apellidos Bacall, Bergman o Connery —no se diga Gielgud o Hiller— un aura legendaria? ¿Y si la película de Branagh los fascinara por Poirot y los llevara después a buscar a Maigret? ¿Y si sus padres les contaran que hay una versión superior de Lumet, y la vieran, y ya encarrilados se recetaran 12 hombres en pugna y Tarde de perros y Network y hasta Largo viaje de un día hasta la noche? ¡Podría ser su puerta a Eugene O’Neill!
(Otra rara virtud de la cinta de Branagh: me hizo, por un instante, optimista.)