Aunque de manera insistente hablan de que el tema del coronavirus no debe ser tratado políticamente, nuestros gobernantes sin duda no pueden evitarlo. El presidente, más dado a una especie de paranoia en la que percibe ataques de todos lados y amenazas a su llamada cuarta transformación, se mostró demasiado cauteloso para reconocer -y aún no lo hace formalmente-, que el asunto es demasiado serio y que implica acciones drásticas pese a que hasta ahora los números de incidencia y contagio no son aún tan graves en México. Deposita en el subsecretario de Salud -médico preparado sin duda- el manejo informativo, pero advierte, ordena a su equipo no exponerse a informar cosas que no terminen por afectarlo.
Cierto que el país entra apenas en una fase precautoria de una de las pocas pandemias que han afectado al mundo en el término de más de un siglo (la influenza H1N1 que pegó directamente a México, el sida y la gripe asiática, principalmente), pero todavía no se aprecian medidas realmente efectivas para frenar el coronavirus. Estados Unidos, país definitivamente más afectado hasta ahora que el nuestro, cerró ya sus vuelos desde Europa, pero México sigue siendo una coladera con medidas de control mínimas y parece hasta imprudente en demorar ser contundente en prevenir una eventual propagación de mayor escala. La verdad es que es válido el argumento que todavía las cosas no están para medidas espectaculares, pero de ahí a permitir a estas alturas, por ejemplo, una reunión de docenas de miles de personas (Vive Latino) en la ciudad de México, quizá resulte en una de las decisiones de Claudia Sheinbaum más irresponsables que puedan lamentarse en poco tiempo.
México no está blindado a nada ante el mundo. Lo sabemos y, lo más preocupante, es un hecho que no contamos con una infraestructura sólida en materia de salud pública para afrontar el impacto de una epidemia generalizada que pudiera darse en cuestión de semanas, o menos. Ni siquiera contamos con suficientes medios tecnológicos para diagnosticar el mal, así que a estas fechas no sabemos si verdaderamente estamos tan aparentemente a salvo con respecto a otras naciones que ya han sido golpeadas con fiereza. Tampoco tenemos idea de cómo sortearíamos el avance en esta clase de infección cuando hay tantas zonas populares depauperadas y hasta sin agua, mientras que los centros de atención aquí y en toda la nación son claramente insuficientes, con conflictos como el de la ineficacia del nuevo sistema o INSABI, la escasez de medicamentos, etcétera. Una invasión de coronavirus, hay que reconocerlo sin tremendismos, sería aquí simplemente devastadora.
Hay temor de los efectos económicos, y con razón. Las “estrategias” nacionales de por sí andan en el hilito y un sunami como el que se espera nadie sabe en qué condiciones nos dejará, sobre todo a la clase trabajadora y a los más desprotegidos. En Jalisco el gobernador Enrique Alfaro asumió ya un papel diferente al de López Obrador. De hecho, como si fuera contrastante, declaró emergencia en la entidad y canceló reuniones masivas, grandes eventos y propició se suspendieran clases en las universidades. Quizá sigue el criterio de que más vale exagerar que quedarse corto. Pero lo que es realidad es que también deben aplicarse todas las medidas pertinentes en prevención, sobre todo en el nivel municipal que es donde se otorgan los servicios públicos fundamentales y donde se conceden los permisos para espectáculos y reuniones, por ejemplo. Es urgente tomar la iniciativa en este sentido.
Claro que el pánico no es ninguna solución. Las compras irracionales -hasta de papel higiénico ¡hágame usted el favor!- no conducen a nada bueno, abonan a el miedo generalizado y sólo provocan desabasto. Una pandemia no se ataca de esa manera, ni la soluciona. Sin embargo, los gobernantes deben perderle el miedo al miedo, dejar de ver todo con su óptica política y electorera y asumir, mejor, una de las más grandes responsabilidades que han enfrentado y que vino de China, no de los conservadores ni de los “adversarios”. El coronavirus no es ningún fantasma que amenace al régimen, es el reto más formidable que puede enfrentar un gobierno que, ahora sí, será puesto a prueba para demostrar si mereció serlo.